jueves, 6 de agosto de 2015

Juan Eugenio Simanca, violero naguanaguense.

Juan Eugenio Simanca

15 de mayo de 2015 a las 13:48
   La cultura popular y la tradición se sustentan en aportes de personas que de no ser por la curiosidad de algunos y la consciencia de otros pasarían al olvido fácilmente. ¿Cuántos personajes a la distancia que imponen los años, tal como las siluetas lejanas en una carretera esconden su verdadera esencia? ¿Cuántos de ellos son reales y cuántos son leyenda?


Sabemos de un Quirpa, así como de un Florentino, y del mismo modo nos llegan referencias de personas cuyo nacimiento fue registrado por la historia, y en cuya vida se tejen no pocos relatos que debemos creer con la fe ciega de quien quiere que todo aquello sea cierto. La cultura de una nación se aviva de vez en cuando con algún personaje de cuyo paso por la vida se crearon historias maravillosas. En el caso de Europa, por ejemplo, tenemos noticias de un violero (luthier) llamado Antonio Stradivarius que rompía iracundo un instrumento si este no satisfacía las exigencias suyas. Por otro lado, entre los intérpretes de sus instrumentos nos llegan las voces sobre un enigmático violinista llamado Niccolò Paganini, quien según el decir popular había pactado con el demonio vendiendo su alma a cambio de que éste le diera el virtuosismo inexplicable que acompañaba a sus ejecuciones. De ese mismo modo, en torno a la cultura folklórica y popular venezolana, bajo la hojarasca gruesa de la historia, se pueden encontrar seres fascinantes y valiosos si uno tiene la paciencia de remover las hojas y observar atento.
   En los Estados Aragua, Carabobo y Yaracuy el interés de los historiadores por estas personas fue tal vez desplazado por el auge cultural caraqueño y la atención preferencial que se le dio a la región de los llanos como referencia inmediata de nuestra identidad, pese a que Venezuela, según se ha entendido más tarde, es mucho más amplia culturalmente de lo que el aporte de la región del llano (acervo grande en sí mismo) nos ofrece.
   Juan Eugenio Simanca, constructor de cuatros, guitarras y mandolinas, era uno de esos hombres cuya vida fue un baluarte para nuestra cultura popular y nuestra música. Su propia historia empezaba, producto de su edad, a ser una leyenda para él. En una entrevista que le realicé, él mismo había olvidado en qué año había nacido. Era admirablemente sencillo y celoso de su trabajo. Su manera de hablar correspondía a la de un hombre de pueblo, pero la factura de sus instrumentos era la del hombre ancestral. En sus manos acaudalaba una sabiduría heredada, y sus instrumentos, sobre todo los de concierto, eran dueños de una sonoridad generosa y bella. No sólo era capaz de fabricar cuatros, también le vi hacer buenas guitarras y mandolinas. La zona central de Venezuela tenía en su persona a un violero muy cuidadoso en sus trabajos, cuyos instrumentos alcanzaban un muy alto resultado que abarcaba la belleza en el sonido y los detalles de una refinada taracea, fileteados impecables, y maderas preciosas incrustadas. El ornato de sus instrumentos se caracterizaba por la sobriedad. Estos, por así decirlo, tenían una belleza corintia: Eran funcionales, pero a la vez, elegantes y hermosos.
   Su humilde y digno hogar estaba, como ahora, ubicado en Naguanagua, un pueblo luego constituido en Municipio que la ciudad de Valencia asimiló de la misma manera que Caracas lo hizo con Petare. Simanca se negaba a aceptar aquella asimilación y un día, cuando le entrevistaba para mi trabajo de grado de la Universidad Central de Venezuela de la Licenciatura en Artes, al preguntarle - “¿Usted nació aquí en Valencia?- me respondió, - “No, yo nací aquí en Naguanagua”.
   La primera vez que fui a su casa era yo un niño de ocho años. Fui en la compañía de mi madre con la ilusión de adquirir un cuatro. El Maestro se sentó con nosotros en la sala de su hogar y pienso que notando que el destinatario de su instrumento era un infante, comenzó por mostrar los más económicos. Uno por uno los fue trayendo a mis inexpertas manos y uno por uno los fui probando. Mi maestro de cuatro solista, Abundio López, con quien acababa de iniciarme en el aprendizaje del instrumento, tenía un cuatro de concierto fabricado por Simanca. Aquel no era un instrumento común. Tampoco era común el instrumentista. Juan Simanca y Abundio López constituían un binomio maravilloso.  Para el niño que yo era, el instrumento de mi maestro era una joya muy valiosa y el estuche que lo guardaba era el cofre de un tesoro. Los instrumentos más sencillos que había traído a la sala no satisfacían mi desatinada ambición infantil que se resistía a conformarse con algo inferior a lo que yo había escuchado de aquel cuatro de Abundio López, por lo que el Maestro Simanca, resignado, entró de nuevo a su taller y vino acompañado de un instrumento de concierto cuyo sonido y apariencia me enamoraron. En aquel año 1973 el costo de un cuatro sencillo era de 25 bolívares, en tanto que aquel alcanzaba a 250 bolívares. Simanca sentía, tal vez, algo de resistencia al venderlo. Un niño sin experiencias no era merecedor de aquella joya. Los violeros aplican mucho empeño en su trabajo y para ellos es preferible, lógicamente, ponerlo en buenas manos que venderlo a cualquiera por un costo comercial. Quizás con estas líneas dedicadas a su persona y algo de modesta trayectoria yo pueda compensar un poco el forzado desprendimiento a que aquel día le sometí.
   En mi opinión, fue el mejor violero con que contó la zona central venezolana en aquellos días y es merecedor sin duda de un sitial especial en la violería venezolana. Sus trabajos se elevaban a una altura considerable tomando en cuenta la factura promedio de los instrumentos comunes.
   En el pecho de un buen constructor se esconde el anhelo de un Gepetto, darle a la madera cualidades humanas. Juan Eugenio Simanca sabía cómo hacerlo. Su empeño en cada pedazo de madera, hacía de sus instrumentos mucho más que la  reunión y suma de sus partes. Aquellos  podían hablar, sentir, gemir, cantar y encantar, como lo hace un ser humano. Tuve la dicha de tocar sus cuatros y captarles como unos seres vivientes engendrados por la sabiduría y el amor de aquel hombre.
Como buen maestro, Simanca veneraba al maestro suyo. Fue discípulo de Pedro Vicente Lanz. Al referirse a él apartaba  el amor propio. En sus palabras había una reverencia generosa que invariablemente le enaltecía. Era como escuchar a un niño hablando orgulloso de la imagen inalcanzable de su padre. No había asomo de mezquindad en sus relatos. Se expresaba de él con generosidad y desprendimiento, tanto que al recordarle, yo debo tener presente que el propio Simanca fue un maestro también, y que su presencia ofreció un aporte que permitió el crecimiento del instrumento en Carabobo y en general, en Venezuela. Acerca del Maestro Lanz y el modo de Simanca trabajar, Socorro de Simanca, su esposa, comenta: “Él le enseñaba el oficio desde la ventana con mucho celo.  Mi esposo hacía, con sus manos y con pocas máquinas, cuatros por encargo, mandolinas y guitarras. Luego, cuando ya sabía bastante  montó su propio taller, hace casi  40 años.  Afinaba (la ubicación de los trastes) a punta de oído”. Según la señora Simanca Pedro Vicente Lanz había aprendido el oficio de violero en España.
   Por mucho tiempo los instrumentos de Simanca fueron el sostén de numerosos músicos de la región central, cultores folklóricos, populares y concertistas. Posteriormente,  ese matrimonio entre el arte y la ciencia que ocurre en la violería logró instrumentos más sofisticados,  pero estos no hubieran sido posibles de no haber una tradición de violería popular que permitiera abrir el surco de una manera a la venezolana de hacer los instrumentos, nacidos para  nuestros músicos en los ámbitos folklórico, popular, y en el ámbito académico en donde el cuatro comenzó a incursionar a finales del siglo XX.
   Por muchos años uno de los cuatros de Simanca estuvo en mi poder, pero un día una querida Maestra austríaca de la guitarra, Brigitte Zaczek, quien fuera Profesora de Guitarra en la Universidad de Música de Viena, especialista en música antigua quien a su vez fue discípula de Andrés Segovia y Alirio Díaz, me hizo una petición. Amante ella, como era, de la música venezolana y dueña de una valiosa colección que incluía instrumentos antiguos como tiorbas, vihuelas, guitarras románticas de la primera mitad del siglo XIX cuyos autores habían hecho instrumentos a guitarristas célebres de la talla de Johann Kaspar Mertz y Napoleón Coste, y también de otros instrumentos más recientes igualmente valiosos,  como una guitarra moderna de José Ramírez que le fuera obsequiada por Andrés Segovia, quería ella, también, sumar a su colección un cuatro venezolano. Supe entonces que la hora de ser desprendido me había llegado a mí.  Le pedí que aceptara mi cuatro hecho por Simanca, explicándole que se trataba de un madero muy querido, pero que ese instrumento y la memoria de mi amigo debían estar al lado de los instrumentos suyos y no en mi propia casa. Así pues, me despedí de sus maderas de palo santo, cedro y pino a sabiendas de que la Maestra Zaczek sabría darle su justo valor y que su nombre sería enaltecido junto al de grandes maestros de Europa.
   Simanca no sólo se destacó como constructor de instrumentos musicales. Fue, también, un abnegado esposo y un ejemplar padre de familia quien, además, supo llevar su legado a manos de su hijo, Aníbal, quien hoy día continúa la labor que años antes mantuvieron ocupadas las manos de su progenitor.
   Su figura y mis recuerdos de su persona empiezan a perder en mí mismo  la nitidez de quien ve, pero van cobrando la riqueza de quien reconstruye imaginando, rememorando entre vagos recuerdos. Mi viejo amigo violero se va convirtiendo, pues, en una leyenda dentro de la memoria mía y he querido escribir esta apología de él mientras Dios mantiene mis fueros y mi vida.
   Para cerrar estas líneas, quiero expresar mi gratitud sincera a la Fundación “Empresas Polar” por la oportunidad de hacerlas, y porque con su aporte generoso también se hace historia, esa historia venezolana que es nuestra herencia, y que nos enriquece y enorgullece a todos.


Leonardo Lozano Escalante.

*Foto cortesía de su hijo, Aníbal Simanca, quien sigue los pasos de su padre por los caminos de la violería.

domingo, 2 de agosto de 2015

A Gonzalo Abundio López (Abundio), mi Maestro de cuatro y guitarra en la niñez.


14 de abril de 2014 a las 10:54
   Algún día, siendo niño, debo haberte preguntado cuándo era tu cumpleaños. No recuerdo haberlo hecho, pero lo hice, seguramente, porque hoy, siendo un hombre ya, amanecí con tu imagen en mi memoria, haciéndome yo mismo esta pregunta: ¿Hoy es 14 de abril? Si es así, hoy se conmemora el cumpleaños de Abundio, mi maestro de cuatro y guitarra de la infancia. Fui de prisa a mi agenda y tras corroborar la fecha y constatar que este hubiese sido tu cumpleaños he venido a escribir esta nota.
   No puedo escribirla sin lagrimear, y al hacerlo la infancia se apodera de mí. Es bueno haber podido aprender un poco de tu arte porque al tocar mi música tú estás presente, y al tú estar presente yo soy un niño de nuevo. Así tu amistad me garantiza la infancia por lo menos hasta que mis dedos puedan sonar el par de maderos que me enseñaste a hacer cantar.
   A los cuatro o cinco años mi alma sabía rogar a Dios sin que yo me enterara. Dios lo sabía. Yo quería aprender a tocar el cuatro (la guitarra que había en casa aún le quedaba muy grande a mis pequeños dedos) y en el cuatrico de jugar que mis padres me habían regalado tan solo había aprendido que tocar esos instrumentos no era tan fácil como parecía. Me acercaba a ellos y era frustrante no poder sacar los siete u ocho acordes que cualquier imberbe obtiene de un cuatro. Yo quería que el cuatro hablara y en mis manos no hacía sino balbucear. Lo intentaba un rato y volvía a resignarme. Dios debió estarme observando sin que yo lo notara, porque tiempo más tarde llegaste tú.
   Yo me había interesado en el cuatro sin haber escuchado nunca a un gran solista. Lo que mis hermanas mayores y mi hermano mayor sabían hacer fue suficiente para sentir el deseo de aprenderlo.
   Supe de ti a traves de Rafael, un amigo, mi vecino. Con los ojos destellantes de admiración me hablaba de su profesor de cuatro con la elocuencia que le basta a un niño, y yo, que sabía entender sus ojos y estaba tan frustrado de tan solo arrancar gemidos inútiles a ese instrumento le pregunté a mi amigo qué día ibas a su casa para conocerte.
   En la tarde en que te conocí tuve la primera muestra de determinación que recuerde de mí mismo.      Estuve cazando tu hora de salida. Debías estar por terminar la clase de mi amigo cuando empiné mis pies para llegar al timbre de la casa. Faltaba un poco aún para terminar la clase. Más pudieron mis ansias de conocerte. Una voz de señora adulta (la que hacía labores en aquella casa) me respondió que mi amigo estaba ocupado y mi voz de infante le replicó que yo había ido esa vez por ti, no por mi amigo. Debí ser muy convincente pues pese a que estabas dando clases me invitaron a pasar. Al ir a verte al fondo de la casa, a un lado del patio, pues eras poco amigo de los espacios cerrados y del calor excesivo, ya tu cuatro estaba guardado en su estuche. Mi amigo supo entender mi anhelo y te pidió que sacaras de nuevo aquel instrumento que él sabía me habría de dejar maravillado. Quizás no habías tomado tu almuerzo por dar clases, pero tú mismo habias amado la música desde niño y sabías lo que significaba estar necesitado de unas notas musicales. Nunca te gustó el alarde, eras un mar de sencillo. Pero debiste saberte dueño de un don especial y a pesar de que ya el trabajo que te habían pagado estaba bien hecho y el apetito, tal vez, te demandaba ir a comer, resucitaste a tu cuatro del aquel estuche que cerrado, para mis ojos de niño, lucía como un féretro. Recuerdo el aspecto de aquel instrumento. Su brillo no era como el los cuatros comunes. Era un instrumento especial. Las maderas del costado tenían unos filetes delicados y finos, y una cinta central de una madera más clara se extendía bordeando la caja. Aquella madera ante mis ojos era la madera de una varita mágica y yo presentía el milagro de un niño frente a un Merlín. Con la humildad que siempre fue tu rúbrica y que siempre trato torpemente de imitar te sentaste nuevamente y con tu cuatro, a punta de sonidos maravillosos, me regalaste un recuerdo que cada vez suena mejor en el salón de clases que hay en mi corazón, allí donde siempre tocas. Yo no podía creer lo que escuchaba, eran las mismas cuerdas de siempre, las mismas cuatro, pero multiplicadas por tu genio y tu bondad, y por la bondad de Dios que sin un ruego mio quiso complacer mi sed de músico, ese músico que germinaba ante el milagro de escucharte. Yo te pedí que tocaras tu cuatro y tu sonaste una orquesta. Allí estaba la melodía, allí estaba la armonía, allí una orquesta en la plaza, allí tu vida, allí mi asombro, todo junto, justo como ahora que lo recuerdo. Terminaste de tocar. Tú volviste a tu normalidad, estabas acostumbrado a escuchar esa maravilla a diario, pero yo no salía de mi asombro, yo por primera vez acudía a un milagro  de ese tipo. El cielo que se esconde en la caja de un cuatro había amanecido y el sol de tu música y sus rayos traspasaron mis lágrimas de asombro para regalarme un arcoiris. Así de bueno había sido Dios al llevarme a tu lado. Unos minutos más tarde, por petición mía y haciendo alarde de una generosidad y complacencia difíciles de imitar, tras cruzar la calle, estabas tocando para mis padres. Yo sabía que al escucharte no tendrían objeciones para regalarme unas clases de cuatro contigo, no podían sino quedar encantados igual que yo. Mi mamá, que hasta entonces me había persuadido de estudiar un instrumento más delicado con el argumento de que el cuatro a ella le sonaba como una lata cuando a esta le caían gotas de agua (así suenan en verdad los instrumentos cuando no están bien afinados), al escucharte se despojó de su idea del instrumento y supo, como yo, que el cuatro era una maravilla ignota. Esa misma semana ya te estaba esperando en casa para recibir mi primera clase.
   Era de tarde, yo había llegado del colegio. Me senté en el recibo de mi hogar frente a los grandes ventanales que daban a la calle aguardando tu llegada. Nunca había estado tan ansioso por recibir una clase y ya tenía unos tres años de asistir diariamente al colegio. Todavía no me había adaptado a la multitud de niños vestidos iguales del jardín de infancia, de braga verde y camisa blanca. Mi madre solamente me acompañó hasta allá el primer día, y al avisárseme al día siguiente que debía levantarme para ir al colegio les respondí a mis padres: ¡Pero, ya yo fui ayer! No me había percatado de que había iniciado una interminable lucha contra mi cómoda ignorancia. Mis juguetes preferidos y el piano donde retozaban mis dedos se quedaban en casa y yo iba solo a ese sitio en el que trataron infructuosamente de enseñarme a tener buena letra. Pero tú venías a mi casa. Tú eras como un Simón Rodriguez que encarnado en músico asistía a la casa mía y a la de tantos otros. Poco tiempo te tomó decirme que querías darme clases en el patio de la casa, allí mismo donde yo jugaba metras y seguía por horas a las hormigas. No sé si aquella petición tuya era hija de la claustrofobia o la presión arterial alta (la misma que te apagó la vida terrenal y te llevó al cielo), pero me enseñaste a tocar bajo la sombra de un frondoso árbol de mango y tres árboles de mamón. El patio de mi casa era grande. A un lado, en la esquina, una mata de cocos, al fondo a la derecha un árbol de pesgua. Naturaleza por doquier, y debajo del  mango estaba ese árbol generoso de música que fuiste tú. Allí no parecía haber lugar para uniformes. Cada matica tenía sus propias flores, cada ave con su característico plumaje y canto: Paraulatas, canarios tejeros, torditos, cucaracheros, azulejos, turpiales y cristofués, eran en casa mis otros compañeros de clase. Cada semana mi espera no fue distinta, me sobraban motivos. Mi afán de aprender también te había conmovido. Puntual como eras llegabas en un Pontiac rojo, viejo, que a mis ojos lucía más bien como un tanque de guerra. Escuchar aquel motor acelerarse como solías hacerlo era para mí como el preludio de los mejores momentos que le da la vida a un aprendiz.
   Tu fuerza de pedagogo supo correr la pesada y densa cortina de mis frustraciones. A tu lado y con el tiempo, hasta la grande guitarra que no alcanzaban mis dedos se hizo familiar y complaciente. A tu ordenanza un ejército de acordes fueron develándome su rostro. El laberinto de la armonía tras tus consejos pacientes se hizo translúcido, así como el cielo verde vegetal del mi patio. Recuerdo que cuando era época de mangos el sonido que a mí me aterraba a ti te llenaba de alegría. El anuncio de aquellos frutos abriéndose paso por el ramaje a mí me mantenía alerta, pues a pesar de lo mucho que me ha gustado siempre su sabor, no quería ser impactado por un mango en la cabeza, o en mi cuatro. La fruta anunciaba su "fuera abajo" entre la fronda tupida y mientras tu rostro se iluminaba adivinando el dulzor acidito que se precipitaba, yo hacía mis rápidas estimaciones a través del sonido de si la trayectoria de aquella fruta terminaba sobre mi humanidad o lejos de ella.
   De tu mano aprendieron mis dedos a caminar, a correr y a volar sobre los mástiles del cuatro y la guitarra. Contigo aprendí a acompañar, a conocer el nombre de los sonidos, el "sabor" de los acordes, a no sucumbir al impulso de tocar muy rápido, me enseñaste los rasgueos, los punteos, enseñaste a hablar a mis manos a través de la nueva garganta de madera, y como no querías una réplica de ti mismo me enseñaste a ser un arreglista, a hacer yo mismo mi música. No te importó que fuera rudimental, a ti te bastaba con que fuera mía. En la vida Dios tenía dispuestos otros Maestros que fueron para mí fundamentales, pero Dios confió a ti al niño que nada sabía. A ti, que no fuiste a conservatorios, ni a universidades, que, tal vez, te sentías incómodo y analfabeta frente al pentagrama pero que tenías el don inenarrable de hacer del cuatro un madero milagroso, porque eso eras tú como músico, un prodigio y un milagro. Tus clases lograron que yo no sucumbiera al desaliento ante mi torpeza con otros maderos. Mi ineptitud con el bate de beisbol, por ejemplo, que con caro estoicismo y una amistad de oro soportaron mis amigos de la infancia, me hubiera sido insoportable de no haber tú rescatado mi autoestima con las maderas del cuatro y la guitarra. Esos mismos amigos que aguantaron mi malas dotes de entusiasta beisbolista no tardaron en darme sus palmadas de ánimo cuando ese algo de talento que Dios puso en mí logró dar, por tu empeño, sus frutos. Luego, la vida les compensaría a ellos su paciencia con un bisoño guitarrista en las serenatas, uno de los pocos que con catorce años podía tocar en rudimentos (en aquella Valencia de entonces) los hermosos valses de Antonio Lauro, que aprendí a tu lado.
   Yo mismo pasé por un conservatorio aunque tú no lo hubieras hecho. Algo de mí sentía que era desleal a la amistad tuya. Estaba traspasando una frontera que tú mismo no habías cruzado. Y así como tuve que entrar al colegio sin la compañía de mis padres, así entré al conservatorio de música sin la compañía tuya, y así lo hice también en la universidad donde estudié artes. No tuve que separarme espiritualmente de mis padres para ir a mi colegio,  tampoco me separé de ti para seguir el camino de mi aprendizaje.
   Hoy, al percatarme de que es tu aniversario, acudo de nuevo al recuerdo de ese patio lleno de árboles frutales. Hoy ha vuelto a mí aquel verdor donde el más dulce fruto proviene del corazón tuyo. Mi materia de niño músico tenía hambre de arte y mis manos no alcanzaban los frutos, pero tú eras más alto y siempre lo serás, porque delante de ti siempre seré un niño con deseos de aprender. Tú los alcanzabas y me los diste a comer, tú fuiste aquel cocal en que, en la infancia, bebí el sorbo del agua dulce de la música y hoy no puedo menos que festejarte. El concertista que encaminaste, hoy se para delante de tu recuerdo para aplaudirte entre lágrimas, y darte gracias.
   Le ruego a Dios poder ser un poco de lo que tú fuiste de modo que a la hora de sacar a mis instrumentos de su estuche protector recuerde ese gesto tuyo, inolvidable, de sacar la Lira de un Orpheo ante un niño que nada sabía de música más allá de la ignoracia de quien espera un milagro, bajo la Luz de un Dios misericordioso y un madero en manos de un genio, de un hombre generoso que nunca olvidaré. Dios te bendiga donde quiera que estés, Maestro amado.

   Nota complementaria: Aquel cuatro de Abundio López que menciono en mis líneas era un cuatro de concierto fabricado por Juan E. Simancas, para la época el mejor violero de la región central, quien fuera también el constructor de mi primer cuatro. Juan Simancas fue discípulo de un baluarte de la violería venezolana llamado Pedro Vicente Lanz.

                                                                 Leonardo Lozano.