Juan Eugenio Simanca
La cultura popular y la tradición se sustentan en aportes de personas que de no ser por la curiosidad de algunos y la consciencia de otros pasarían al olvido fácilmente. ¿Cuántos personajes a la distancia que imponen los años, tal como las siluetas lejanas en una carretera esconden su verdadera esencia? ¿Cuántos de ellos son reales y cuántos son leyenda?
Sabemos de un Quirpa, así como de un Florentino, y del mismo modo nos llegan referencias de personas cuyo nacimiento fue registrado por la historia, y en cuya vida se tejen no pocos relatos que debemos creer con la fe ciega de quien quiere que todo aquello sea cierto. La cultura de una nación se aviva de vez en cuando con algún personaje de cuyo paso por la vida se crearon historias maravillosas. En el caso de Europa, por ejemplo, tenemos noticias de un violero (luthier) llamado Antonio Stradivarius que rompía iracundo un instrumento si este no satisfacía las exigencias suyas. Por otro lado, entre los intérpretes de sus instrumentos nos llegan las voces sobre un enigmático violinista llamado Niccolò Paganini, quien según el decir popular había pactado con el demonio vendiendo su alma a cambio de que éste le diera el virtuosismo inexplicable que acompañaba a sus ejecuciones. De ese mismo modo, en torno a la cultura folklórica y popular venezolana, bajo la hojarasca gruesa de la historia, se pueden encontrar seres fascinantes y valiosos si uno tiene la paciencia de remover las hojas y observar atento.
En los Estados Aragua, Carabobo y Yaracuy el interés de los historiadores por estas personas fue tal vez desplazado por el auge cultural caraqueño y la atención preferencial que se le dio a la región de los llanos como referencia inmediata de nuestra identidad, pese a que Venezuela, según se ha entendido más tarde, es mucho más amplia culturalmente de lo que el aporte de la región del llano (acervo grande en sí mismo) nos ofrece.
Juan Eugenio Simanca, constructor de cuatros, guitarras y mandolinas, era uno de esos hombres cuya vida fue un baluarte para nuestra cultura popular y nuestra música. Su propia historia empezaba, producto de su edad, a ser una leyenda para él. En una entrevista que le realicé, él mismo había olvidado en qué año había nacido. Era admirablemente sencillo y celoso de su trabajo. Su manera de hablar correspondía a la de un hombre de pueblo, pero la factura de sus instrumentos era la del hombre ancestral. En sus manos acaudalaba una sabiduría heredada, y sus instrumentos, sobre todo los de concierto, eran dueños de una sonoridad generosa y bella. No sólo era capaz de fabricar cuatros, también le vi hacer buenas guitarras y mandolinas. La zona central de Venezuela tenía en su persona a un violero muy cuidadoso en sus trabajos, cuyos instrumentos alcanzaban un muy alto resultado que abarcaba la belleza en el sonido y los detalles de una refinada taracea, fileteados impecables, y maderas preciosas incrustadas. El ornato de sus instrumentos se caracterizaba por la sobriedad. Estos, por así decirlo, tenían una belleza corintia: Eran funcionales, pero a la vez, elegantes y hermosos.
Su humilde y digno hogar estaba, como ahora, ubicado en Naguanagua, un pueblo luego constituido en Municipio que la ciudad de Valencia asimiló de la misma manera que Caracas lo hizo con Petare. Simanca se negaba a aceptar aquella asimilación y un día, cuando le entrevistaba para mi trabajo de grado de la Universidad Central de Venezuela de la Licenciatura en Artes, al preguntarle - “¿Usted nació aquí en Valencia?- me respondió, - “No, yo nací aquí en Naguanagua”.
La primera vez que fui a su casa era yo un niño de ocho años. Fui en la compañía de mi madre con la ilusión de adquirir un cuatro. El Maestro se sentó con nosotros en la sala de su hogar y pienso que notando que el destinatario de su instrumento era un infante, comenzó por mostrar los más económicos. Uno por uno los fue trayendo a mis inexpertas manos y uno por uno los fui probando. Mi maestro de cuatro solista, Abundio López, con quien acababa de iniciarme en el aprendizaje del instrumento, tenía un cuatro de concierto fabricado por Simanca. Aquel no era un instrumento común. Tampoco era común el instrumentista. Juan Simanca y Abundio López constituían un binomio maravilloso. Para el niño que yo era, el instrumento de mi maestro era una joya muy valiosa y el estuche que lo guardaba era el cofre de un tesoro. Los instrumentos más sencillos que había traído a la sala no satisfacían mi desatinada ambición infantil que se resistía a conformarse con algo inferior a lo que yo había escuchado de aquel cuatro de Abundio López, por lo que el Maestro Simanca, resignado, entró de nuevo a su taller y vino acompañado de un instrumento de concierto cuyo sonido y apariencia me enamoraron. En aquel año 1973 el costo de un cuatro sencillo era de 25 bolívares, en tanto que aquel alcanzaba a 250 bolívares. Simanca sentía, tal vez, algo de resistencia al venderlo. Un niño sin experiencias no era merecedor de aquella joya. Los violeros aplican mucho empeño en su trabajo y para ellos es preferible, lógicamente, ponerlo en buenas manos que venderlo a cualquiera por un costo comercial. Quizás con estas líneas dedicadas a su persona y algo de modesta trayectoria yo pueda compensar un poco el forzado desprendimiento a que aquel día le sometí.
En mi opinión, fue el mejor violero con que contó la zona central venezolana en aquellos días y es merecedor sin duda de un sitial especial en la violería venezolana. Sus trabajos se elevaban a una altura considerable tomando en cuenta la factura promedio de los instrumentos comunes.
En el pecho de un buen constructor se esconde el anhelo de un Gepetto, darle a la madera cualidades humanas. Juan Eugenio Simanca sabía cómo hacerlo. Su empeño en cada pedazo de madera, hacía de sus instrumentos mucho más que la reunión y suma de sus partes. Aquellos podían hablar, sentir, gemir, cantar y encantar, como lo hace un ser humano. Tuve la dicha de tocar sus cuatros y captarles como unos seres vivientes engendrados por la sabiduría y el amor de aquel hombre.
Como buen maestro, Simanca veneraba al maestro suyo. Fue discípulo de Pedro Vicente Lanz. Al referirse a él apartaba el amor propio. En sus palabras había una reverencia generosa que invariablemente le enaltecía. Era como escuchar a un niño hablando orgulloso de la imagen inalcanzable de su padre. No había asomo de mezquindad en sus relatos. Se expresaba de él con generosidad y desprendimiento, tanto que al recordarle, yo debo tener presente que el propio Simanca fue un maestro también, y que su presencia ofreció un aporte que permitió el crecimiento del instrumento en Carabobo y en general, en Venezuela. Acerca del Maestro Lanz y el modo de Simanca trabajar, Socorro de Simanca, su esposa, comenta: “Él le enseñaba el oficio desde la ventana con mucho celo. Mi esposo hacía, con sus manos y con pocas máquinas, cuatros por encargo, mandolinas y guitarras. Luego, cuando ya sabía bastante montó su propio taller, hace casi 40 años. Afinaba (la ubicación de los trastes) a punta de oído”. Según la señora Simanca Pedro Vicente Lanz había aprendido el oficio de violero en España.
Por mucho tiempo los instrumentos de Simanca fueron el sostén de numerosos músicos de la región central, cultores folklóricos, populares y concertistas. Posteriormente, ese matrimonio entre el arte y la ciencia que ocurre en la violería logró instrumentos más sofisticados, pero estos no hubieran sido posibles de no haber una tradición de violería popular que permitiera abrir el surco de una manera a la venezolana de hacer los instrumentos, nacidos para nuestros músicos en los ámbitos folklórico, popular, y en el ámbito académico en donde el cuatro comenzó a incursionar a finales del siglo XX.
Por muchos años uno de los cuatros de Simanca estuvo en mi poder, pero un día una querida Maestra austríaca de la guitarra, Brigitte Zaczek, quien fuera Profesora de Guitarra en la Universidad de Música de Viena, especialista en música antigua quien a su vez fue discípula de Andrés Segovia y Alirio Díaz, me hizo una petición. Amante ella, como era, de la música venezolana y dueña de una valiosa colección que incluía instrumentos antiguos como tiorbas, vihuelas, guitarras románticas de la primera mitad del siglo XIX cuyos autores habían hecho instrumentos a guitarristas célebres de la talla de Johann Kaspar Mertz y Napoleón Coste, y también de otros instrumentos más recientes igualmente valiosos, como una guitarra moderna de José Ramírez que le fuera obsequiada por Andrés Segovia, quería ella, también, sumar a su colección un cuatro venezolano. Supe entonces que la hora de ser desprendido me había llegado a mí. Le pedí que aceptara mi cuatro hecho por Simanca, explicándole que se trataba de un madero muy querido, pero que ese instrumento y la memoria de mi amigo debían estar al lado de los instrumentos suyos y no en mi propia casa. Así pues, me despedí de sus maderas de palo santo, cedro y pino a sabiendas de que la Maestra Zaczek sabría darle su justo valor y que su nombre sería enaltecido junto al de grandes maestros de Europa.
Simanca no sólo se destacó como constructor de instrumentos musicales. Fue, también, un abnegado esposo y un ejemplar padre de familia quien, además, supo llevar su legado a manos de su hijo, Aníbal, quien hoy día continúa la labor que años antes mantuvieron ocupadas las manos de su progenitor.
Su figura y mis recuerdos de su persona empiezan a perder en mí mismo la nitidez de quien ve, pero van cobrando la riqueza de quien reconstruye imaginando, rememorando entre vagos recuerdos. Mi viejo amigo violero se va convirtiendo, pues, en una leyenda dentro de la memoria mía y he querido escribir esta apología de él mientras Dios mantiene mis fueros y mi vida.
Para cerrar estas líneas, quiero expresar mi gratitud sincera a la Fundación “Empresas Polar” por la oportunidad de hacerlas, y porque con su aporte generoso también se hace historia, esa historia venezolana que es nuestra herencia, y que nos enriquece y enorgullece a todos.
Leonardo Lozano Escalante.
*Foto cortesía de su hijo, Aníbal Simanca, quien sigue los pasos de su padre por los caminos de la violería.
En los Estados Aragua, Carabobo y Yaracuy el interés de los historiadores por estas personas fue tal vez desplazado por el auge cultural caraqueño y la atención preferencial que se le dio a la región de los llanos como referencia inmediata de nuestra identidad, pese a que Venezuela, según se ha entendido más tarde, es mucho más amplia culturalmente de lo que el aporte de la región del llano (acervo grande en sí mismo) nos ofrece.
Juan Eugenio Simanca, constructor de cuatros, guitarras y mandolinas, era uno de esos hombres cuya vida fue un baluarte para nuestra cultura popular y nuestra música. Su propia historia empezaba, producto de su edad, a ser una leyenda para él. En una entrevista que le realicé, él mismo había olvidado en qué año había nacido. Era admirablemente sencillo y celoso de su trabajo. Su manera de hablar correspondía a la de un hombre de pueblo, pero la factura de sus instrumentos era la del hombre ancestral. En sus manos acaudalaba una sabiduría heredada, y sus instrumentos, sobre todo los de concierto, eran dueños de una sonoridad generosa y bella. No sólo era capaz de fabricar cuatros, también le vi hacer buenas guitarras y mandolinas. La zona central de Venezuela tenía en su persona a un violero muy cuidadoso en sus trabajos, cuyos instrumentos alcanzaban un muy alto resultado que abarcaba la belleza en el sonido y los detalles de una refinada taracea, fileteados impecables, y maderas preciosas incrustadas. El ornato de sus instrumentos se caracterizaba por la sobriedad. Estos, por así decirlo, tenían una belleza corintia: Eran funcionales, pero a la vez, elegantes y hermosos.
Su humilde y digno hogar estaba, como ahora, ubicado en Naguanagua, un pueblo luego constituido en Municipio que la ciudad de Valencia asimiló de la misma manera que Caracas lo hizo con Petare. Simanca se negaba a aceptar aquella asimilación y un día, cuando le entrevistaba para mi trabajo de grado de la Universidad Central de Venezuela de la Licenciatura en Artes, al preguntarle - “¿Usted nació aquí en Valencia?- me respondió, - “No, yo nací aquí en Naguanagua”.
La primera vez que fui a su casa era yo un niño de ocho años. Fui en la compañía de mi madre con la ilusión de adquirir un cuatro. El Maestro se sentó con nosotros en la sala de su hogar y pienso que notando que el destinatario de su instrumento era un infante, comenzó por mostrar los más económicos. Uno por uno los fue trayendo a mis inexpertas manos y uno por uno los fui probando. Mi maestro de cuatro solista, Abundio López, con quien acababa de iniciarme en el aprendizaje del instrumento, tenía un cuatro de concierto fabricado por Simanca. Aquel no era un instrumento común. Tampoco era común el instrumentista. Juan Simanca y Abundio López constituían un binomio maravilloso. Para el niño que yo era, el instrumento de mi maestro era una joya muy valiosa y el estuche que lo guardaba era el cofre de un tesoro. Los instrumentos más sencillos que había traído a la sala no satisfacían mi desatinada ambición infantil que se resistía a conformarse con algo inferior a lo que yo había escuchado de aquel cuatro de Abundio López, por lo que el Maestro Simanca, resignado, entró de nuevo a su taller y vino acompañado de un instrumento de concierto cuyo sonido y apariencia me enamoraron. En aquel año 1973 el costo de un cuatro sencillo era de 25 bolívares, en tanto que aquel alcanzaba a 250 bolívares. Simanca sentía, tal vez, algo de resistencia al venderlo. Un niño sin experiencias no era merecedor de aquella joya. Los violeros aplican mucho empeño en su trabajo y para ellos es preferible, lógicamente, ponerlo en buenas manos que venderlo a cualquiera por un costo comercial. Quizás con estas líneas dedicadas a su persona y algo de modesta trayectoria yo pueda compensar un poco el forzado desprendimiento a que aquel día le sometí.
En mi opinión, fue el mejor violero con que contó la zona central venezolana en aquellos días y es merecedor sin duda de un sitial especial en la violería venezolana. Sus trabajos se elevaban a una altura considerable tomando en cuenta la factura promedio de los instrumentos comunes.
En el pecho de un buen constructor se esconde el anhelo de un Gepetto, darle a la madera cualidades humanas. Juan Eugenio Simanca sabía cómo hacerlo. Su empeño en cada pedazo de madera, hacía de sus instrumentos mucho más que la reunión y suma de sus partes. Aquellos podían hablar, sentir, gemir, cantar y encantar, como lo hace un ser humano. Tuve la dicha de tocar sus cuatros y captarles como unos seres vivientes engendrados por la sabiduría y el amor de aquel hombre.
Como buen maestro, Simanca veneraba al maestro suyo. Fue discípulo de Pedro Vicente Lanz. Al referirse a él apartaba el amor propio. En sus palabras había una reverencia generosa que invariablemente le enaltecía. Era como escuchar a un niño hablando orgulloso de la imagen inalcanzable de su padre. No había asomo de mezquindad en sus relatos. Se expresaba de él con generosidad y desprendimiento, tanto que al recordarle, yo debo tener presente que el propio Simanca fue un maestro también, y que su presencia ofreció un aporte que permitió el crecimiento del instrumento en Carabobo y en general, en Venezuela. Acerca del Maestro Lanz y el modo de Simanca trabajar, Socorro de Simanca, su esposa, comenta: “Él le enseñaba el oficio desde la ventana con mucho celo. Mi esposo hacía, con sus manos y con pocas máquinas, cuatros por encargo, mandolinas y guitarras. Luego, cuando ya sabía bastante montó su propio taller, hace casi 40 años. Afinaba (la ubicación de los trastes) a punta de oído”. Según la señora Simanca Pedro Vicente Lanz había aprendido el oficio de violero en España.
Por mucho tiempo los instrumentos de Simanca fueron el sostén de numerosos músicos de la región central, cultores folklóricos, populares y concertistas. Posteriormente, ese matrimonio entre el arte y la ciencia que ocurre en la violería logró instrumentos más sofisticados, pero estos no hubieran sido posibles de no haber una tradición de violería popular que permitiera abrir el surco de una manera a la venezolana de hacer los instrumentos, nacidos para nuestros músicos en los ámbitos folklórico, popular, y en el ámbito académico en donde el cuatro comenzó a incursionar a finales del siglo XX.
Por muchos años uno de los cuatros de Simanca estuvo en mi poder, pero un día una querida Maestra austríaca de la guitarra, Brigitte Zaczek, quien fuera Profesora de Guitarra en la Universidad de Música de Viena, especialista en música antigua quien a su vez fue discípula de Andrés Segovia y Alirio Díaz, me hizo una petición. Amante ella, como era, de la música venezolana y dueña de una valiosa colección que incluía instrumentos antiguos como tiorbas, vihuelas, guitarras románticas de la primera mitad del siglo XIX cuyos autores habían hecho instrumentos a guitarristas célebres de la talla de Johann Kaspar Mertz y Napoleón Coste, y también de otros instrumentos más recientes igualmente valiosos, como una guitarra moderna de José Ramírez que le fuera obsequiada por Andrés Segovia, quería ella, también, sumar a su colección un cuatro venezolano. Supe entonces que la hora de ser desprendido me había llegado a mí. Le pedí que aceptara mi cuatro hecho por Simanca, explicándole que se trataba de un madero muy querido, pero que ese instrumento y la memoria de mi amigo debían estar al lado de los instrumentos suyos y no en mi propia casa. Así pues, me despedí de sus maderas de palo santo, cedro y pino a sabiendas de que la Maestra Zaczek sabría darle su justo valor y que su nombre sería enaltecido junto al de grandes maestros de Europa.
Simanca no sólo se destacó como constructor de instrumentos musicales. Fue, también, un abnegado esposo y un ejemplar padre de familia quien, además, supo llevar su legado a manos de su hijo, Aníbal, quien hoy día continúa la labor que años antes mantuvieron ocupadas las manos de su progenitor.
Su figura y mis recuerdos de su persona empiezan a perder en mí mismo la nitidez de quien ve, pero van cobrando la riqueza de quien reconstruye imaginando, rememorando entre vagos recuerdos. Mi viejo amigo violero se va convirtiendo, pues, en una leyenda dentro de la memoria mía y he querido escribir esta apología de él mientras Dios mantiene mis fueros y mi vida.
Para cerrar estas líneas, quiero expresar mi gratitud sincera a la Fundación “Empresas Polar” por la oportunidad de hacerlas, y porque con su aporte generoso también se hace historia, esa historia venezolana que es nuestra herencia, y que nos enriquece y enorgullece a todos.
Leonardo Lozano Escalante.
*Foto cortesía de su hijo, Aníbal Simanca, quien sigue los pasos de su padre por los caminos de la violería.