domingo, 2 de agosto de 2015

A Gonzalo Abundio López (Abundio), mi Maestro de cuatro y guitarra en la niñez.


14 de abril de 2014 a las 10:54
   Algún día, siendo niño, debo haberte preguntado cuándo era tu cumpleaños. No recuerdo haberlo hecho, pero lo hice, seguramente, porque hoy, siendo un hombre ya, amanecí con tu imagen en mi memoria, haciéndome yo mismo esta pregunta: ¿Hoy es 14 de abril? Si es así, hoy se conmemora el cumpleaños de Abundio, mi maestro de cuatro y guitarra de la infancia. Fui de prisa a mi agenda y tras corroborar la fecha y constatar que este hubiese sido tu cumpleaños he venido a escribir esta nota.
   No puedo escribirla sin lagrimear, y al hacerlo la infancia se apodera de mí. Es bueno haber podido aprender un poco de tu arte porque al tocar mi música tú estás presente, y al tú estar presente yo soy un niño de nuevo. Así tu amistad me garantiza la infancia por lo menos hasta que mis dedos puedan sonar el par de maderos que me enseñaste a hacer cantar.
   A los cuatro o cinco años mi alma sabía rogar a Dios sin que yo me enterara. Dios lo sabía. Yo quería aprender a tocar el cuatro (la guitarra que había en casa aún le quedaba muy grande a mis pequeños dedos) y en el cuatrico de jugar que mis padres me habían regalado tan solo había aprendido que tocar esos instrumentos no era tan fácil como parecía. Me acercaba a ellos y era frustrante no poder sacar los siete u ocho acordes que cualquier imberbe obtiene de un cuatro. Yo quería que el cuatro hablara y en mis manos no hacía sino balbucear. Lo intentaba un rato y volvía a resignarme. Dios debió estarme observando sin que yo lo notara, porque tiempo más tarde llegaste tú.
   Yo me había interesado en el cuatro sin haber escuchado nunca a un gran solista. Lo que mis hermanas mayores y mi hermano mayor sabían hacer fue suficiente para sentir el deseo de aprenderlo.
   Supe de ti a traves de Rafael, un amigo, mi vecino. Con los ojos destellantes de admiración me hablaba de su profesor de cuatro con la elocuencia que le basta a un niño, y yo, que sabía entender sus ojos y estaba tan frustrado de tan solo arrancar gemidos inútiles a ese instrumento le pregunté a mi amigo qué día ibas a su casa para conocerte.
   En la tarde en que te conocí tuve la primera muestra de determinación que recuerde de mí mismo.      Estuve cazando tu hora de salida. Debías estar por terminar la clase de mi amigo cuando empiné mis pies para llegar al timbre de la casa. Faltaba un poco aún para terminar la clase. Más pudieron mis ansias de conocerte. Una voz de señora adulta (la que hacía labores en aquella casa) me respondió que mi amigo estaba ocupado y mi voz de infante le replicó que yo había ido esa vez por ti, no por mi amigo. Debí ser muy convincente pues pese a que estabas dando clases me invitaron a pasar. Al ir a verte al fondo de la casa, a un lado del patio, pues eras poco amigo de los espacios cerrados y del calor excesivo, ya tu cuatro estaba guardado en su estuche. Mi amigo supo entender mi anhelo y te pidió que sacaras de nuevo aquel instrumento que él sabía me habría de dejar maravillado. Quizás no habías tomado tu almuerzo por dar clases, pero tú mismo habias amado la música desde niño y sabías lo que significaba estar necesitado de unas notas musicales. Nunca te gustó el alarde, eras un mar de sencillo. Pero debiste saberte dueño de un don especial y a pesar de que ya el trabajo que te habían pagado estaba bien hecho y el apetito, tal vez, te demandaba ir a comer, resucitaste a tu cuatro del aquel estuche que cerrado, para mis ojos de niño, lucía como un féretro. Recuerdo el aspecto de aquel instrumento. Su brillo no era como el los cuatros comunes. Era un instrumento especial. Las maderas del costado tenían unos filetes delicados y finos, y una cinta central de una madera más clara se extendía bordeando la caja. Aquella madera ante mis ojos era la madera de una varita mágica y yo presentía el milagro de un niño frente a un Merlín. Con la humildad que siempre fue tu rúbrica y que siempre trato torpemente de imitar te sentaste nuevamente y con tu cuatro, a punta de sonidos maravillosos, me regalaste un recuerdo que cada vez suena mejor en el salón de clases que hay en mi corazón, allí donde siempre tocas. Yo no podía creer lo que escuchaba, eran las mismas cuerdas de siempre, las mismas cuatro, pero multiplicadas por tu genio y tu bondad, y por la bondad de Dios que sin un ruego mio quiso complacer mi sed de músico, ese músico que germinaba ante el milagro de escucharte. Yo te pedí que tocaras tu cuatro y tu sonaste una orquesta. Allí estaba la melodía, allí estaba la armonía, allí una orquesta en la plaza, allí tu vida, allí mi asombro, todo junto, justo como ahora que lo recuerdo. Terminaste de tocar. Tú volviste a tu normalidad, estabas acostumbrado a escuchar esa maravilla a diario, pero yo no salía de mi asombro, yo por primera vez acudía a un milagro  de ese tipo. El cielo que se esconde en la caja de un cuatro había amanecido y el sol de tu música y sus rayos traspasaron mis lágrimas de asombro para regalarme un arcoiris. Así de bueno había sido Dios al llevarme a tu lado. Unos minutos más tarde, por petición mía y haciendo alarde de una generosidad y complacencia difíciles de imitar, tras cruzar la calle, estabas tocando para mis padres. Yo sabía que al escucharte no tendrían objeciones para regalarme unas clases de cuatro contigo, no podían sino quedar encantados igual que yo. Mi mamá, que hasta entonces me había persuadido de estudiar un instrumento más delicado con el argumento de que el cuatro a ella le sonaba como una lata cuando a esta le caían gotas de agua (así suenan en verdad los instrumentos cuando no están bien afinados), al escucharte se despojó de su idea del instrumento y supo, como yo, que el cuatro era una maravilla ignota. Esa misma semana ya te estaba esperando en casa para recibir mi primera clase.
   Era de tarde, yo había llegado del colegio. Me senté en el recibo de mi hogar frente a los grandes ventanales que daban a la calle aguardando tu llegada. Nunca había estado tan ansioso por recibir una clase y ya tenía unos tres años de asistir diariamente al colegio. Todavía no me había adaptado a la multitud de niños vestidos iguales del jardín de infancia, de braga verde y camisa blanca. Mi madre solamente me acompañó hasta allá el primer día, y al avisárseme al día siguiente que debía levantarme para ir al colegio les respondí a mis padres: ¡Pero, ya yo fui ayer! No me había percatado de que había iniciado una interminable lucha contra mi cómoda ignorancia. Mis juguetes preferidos y el piano donde retozaban mis dedos se quedaban en casa y yo iba solo a ese sitio en el que trataron infructuosamente de enseñarme a tener buena letra. Pero tú venías a mi casa. Tú eras como un Simón Rodriguez que encarnado en músico asistía a la casa mía y a la de tantos otros. Poco tiempo te tomó decirme que querías darme clases en el patio de la casa, allí mismo donde yo jugaba metras y seguía por horas a las hormigas. No sé si aquella petición tuya era hija de la claustrofobia o la presión arterial alta (la misma que te apagó la vida terrenal y te llevó al cielo), pero me enseñaste a tocar bajo la sombra de un frondoso árbol de mango y tres árboles de mamón. El patio de mi casa era grande. A un lado, en la esquina, una mata de cocos, al fondo a la derecha un árbol de pesgua. Naturaleza por doquier, y debajo del  mango estaba ese árbol generoso de música que fuiste tú. Allí no parecía haber lugar para uniformes. Cada matica tenía sus propias flores, cada ave con su característico plumaje y canto: Paraulatas, canarios tejeros, torditos, cucaracheros, azulejos, turpiales y cristofués, eran en casa mis otros compañeros de clase. Cada semana mi espera no fue distinta, me sobraban motivos. Mi afán de aprender también te había conmovido. Puntual como eras llegabas en un Pontiac rojo, viejo, que a mis ojos lucía más bien como un tanque de guerra. Escuchar aquel motor acelerarse como solías hacerlo era para mí como el preludio de los mejores momentos que le da la vida a un aprendiz.
   Tu fuerza de pedagogo supo correr la pesada y densa cortina de mis frustraciones. A tu lado y con el tiempo, hasta la grande guitarra que no alcanzaban mis dedos se hizo familiar y complaciente. A tu ordenanza un ejército de acordes fueron develándome su rostro. El laberinto de la armonía tras tus consejos pacientes se hizo translúcido, así como el cielo verde vegetal del mi patio. Recuerdo que cuando era época de mangos el sonido que a mí me aterraba a ti te llenaba de alegría. El anuncio de aquellos frutos abriéndose paso por el ramaje a mí me mantenía alerta, pues a pesar de lo mucho que me ha gustado siempre su sabor, no quería ser impactado por un mango en la cabeza, o en mi cuatro. La fruta anunciaba su "fuera abajo" entre la fronda tupida y mientras tu rostro se iluminaba adivinando el dulzor acidito que se precipitaba, yo hacía mis rápidas estimaciones a través del sonido de si la trayectoria de aquella fruta terminaba sobre mi humanidad o lejos de ella.
   De tu mano aprendieron mis dedos a caminar, a correr y a volar sobre los mástiles del cuatro y la guitarra. Contigo aprendí a acompañar, a conocer el nombre de los sonidos, el "sabor" de los acordes, a no sucumbir al impulso de tocar muy rápido, me enseñaste los rasgueos, los punteos, enseñaste a hablar a mis manos a través de la nueva garganta de madera, y como no querías una réplica de ti mismo me enseñaste a ser un arreglista, a hacer yo mismo mi música. No te importó que fuera rudimental, a ti te bastaba con que fuera mía. En la vida Dios tenía dispuestos otros Maestros que fueron para mí fundamentales, pero Dios confió a ti al niño que nada sabía. A ti, que no fuiste a conservatorios, ni a universidades, que, tal vez, te sentías incómodo y analfabeta frente al pentagrama pero que tenías el don inenarrable de hacer del cuatro un madero milagroso, porque eso eras tú como músico, un prodigio y un milagro. Tus clases lograron que yo no sucumbiera al desaliento ante mi torpeza con otros maderos. Mi ineptitud con el bate de beisbol, por ejemplo, que con caro estoicismo y una amistad de oro soportaron mis amigos de la infancia, me hubiera sido insoportable de no haber tú rescatado mi autoestima con las maderas del cuatro y la guitarra. Esos mismos amigos que aguantaron mi malas dotes de entusiasta beisbolista no tardaron en darme sus palmadas de ánimo cuando ese algo de talento que Dios puso en mí logró dar, por tu empeño, sus frutos. Luego, la vida les compensaría a ellos su paciencia con un bisoño guitarrista en las serenatas, uno de los pocos que con catorce años podía tocar en rudimentos (en aquella Valencia de entonces) los hermosos valses de Antonio Lauro, que aprendí a tu lado.
   Yo mismo pasé por un conservatorio aunque tú no lo hubieras hecho. Algo de mí sentía que era desleal a la amistad tuya. Estaba traspasando una frontera que tú mismo no habías cruzado. Y así como tuve que entrar al colegio sin la compañía de mis padres, así entré al conservatorio de música sin la compañía tuya, y así lo hice también en la universidad donde estudié artes. No tuve que separarme espiritualmente de mis padres para ir a mi colegio,  tampoco me separé de ti para seguir el camino de mi aprendizaje.
   Hoy, al percatarme de que es tu aniversario, acudo de nuevo al recuerdo de ese patio lleno de árboles frutales. Hoy ha vuelto a mí aquel verdor donde el más dulce fruto proviene del corazón tuyo. Mi materia de niño músico tenía hambre de arte y mis manos no alcanzaban los frutos, pero tú eras más alto y siempre lo serás, porque delante de ti siempre seré un niño con deseos de aprender. Tú los alcanzabas y me los diste a comer, tú fuiste aquel cocal en que, en la infancia, bebí el sorbo del agua dulce de la música y hoy no puedo menos que festejarte. El concertista que encaminaste, hoy se para delante de tu recuerdo para aplaudirte entre lágrimas, y darte gracias.
   Le ruego a Dios poder ser un poco de lo que tú fuiste de modo que a la hora de sacar a mis instrumentos de su estuche protector recuerde ese gesto tuyo, inolvidable, de sacar la Lira de un Orpheo ante un niño que nada sabía de música más allá de la ignoracia de quien espera un milagro, bajo la Luz de un Dios misericordioso y un madero en manos de un genio, de un hombre generoso que nunca olvidaré. Dios te bendiga donde quiera que estés, Maestro amado.

   Nota complementaria: Aquel cuatro de Abundio López que menciono en mis líneas era un cuatro de concierto fabricado por Juan E. Simancas, para la época el mejor violero de la región central, quien fuera también el constructor de mi primer cuatro. Juan Simancas fue discípulo de un baluarte de la violería venezolana llamado Pedro Vicente Lanz.

                                                                 Leonardo Lozano.

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