martes, 7 de marzo de 2017

Mateo Goyo, y lo espiritual de lo material.
Leonardo Lozano Escalante.






En nombre de Dios comienzo
a pintar un ángel bello
desde la punta del pie
hasta el último cabello  (1)


  En las creencias de la antigua Grecia se relataba como el demiurgo había puesto orden al caos del universo material con su mirada fija en el ámbito celestial, tomando este último como modelo. Ese nuevo orden universal quedó signado a la inferioridad, a causa de que la materia utilizada en esa copia era una materia vil.
   En Venezuela, sin embargo, por obra y gracia del empeño y de la sencillez, hay hombres que, a veces, parecen convertirse en demiurgos, y hacen que las cosas materiales se truequen en ideales nuevamente. El violero Mateo Goyo ha sido, sin duda, uno de ellos. Este maestro nació en Lara, tierra que funge de corazón de la patria, Estado clave para el poblamiento de Venezuela, cuyos sístoles y diástoles parecen surgir al compás de un tambor “tamunanguero”. De manos de Mateo Goyo surgieron muchos de los cordófonos con que el pueblo larense acompaña su más emblemática danza, el “tamunangue”, fenómeno socio-cultural, artístico y religioso, sentido y profundo, donde se acrisolan lo indígena, lo español y lo negro del pueblo venezolano. Ese Tamunangue tan sencillo y a la vez complejo, comprende la fe y la devoción cristianas, allí se funden la danza, el teatro y la música, armada con una familia guitarrística que no se da en ningún otro lugar del mundo, a saber: cuatro tamunanguero, cinco, medio cinco y seis, instrumentos unidos al canto, las maracas y el tamunango (especie de tambor alargado que se percute simultáneamente con las manos y con palos). Es fácil, aún sin ser larense, contagiarse de esa mágica manifestación de amor, alegría, galantería, devoción y picardía que reúne “el tamunangue”. La diversidad de sus guitarras se distingue de las del resto del mundo en sonoridad, materiales y fisonomía. Hechas cabalmente de cedro, disponen de un cordaje distante del diapasón para favorecer el volumen, prácticamente obliga al ejecutante a acompañar hacia los primeros trastes, así como de un puente que recorre transversalmente la tapa, como queriendo sacar vibraciones de todos los rincones de aquella caja armónica. Este conjunto de guitarras posee diversos tamaños, por tanto, cada uno se expresa en su propio ámbito o altura y tienen afinaciones complementarias que enriquecen su espectro armónico. Mateo Goyo ha sido,  junto a Pedro María Querales, a nuestro parecer, el más importante eslabón entre los violeros larenses del siglo XX y el s. XIX, continuador de la labor constructiva de José Rafael Monterola (Monterol), quien con sus instrumentos marcó pauta hacia la segunda mitad del s. XIX, ganando reconocimiento y fama por parte de los cultores de la música folklórica larense, y a quien el Maestro Goyo haría honor al recibir sus lineamientos estéticos y logros para dar continuidad a un trabajo que ya estaba arraigado en el pueblo musical.

Padre mío, San Antonio
¿Dónde está que no lo veo?
Que vine a cantar con él
Y me voy con los deseos. (2)


   Con estos versos da comienzo “La Batalla”, cuya música abre el “tamunangue”, que tiene lugar desde la noche del 12 de junio y continúa hasta la noche del 13, día que destina la iglesia católica para festejar al monje franciscano, Antonio de Padua. Lara entera se viste de fiesta para rememorar y honrar al santo cristiano.  Las maderas de las guitarras, hermanas materiales de la cruz de Cristo, se encienden en músicas y en devociones. El pueblo canta y baila en sones vibrantes, y en un incendio de rasgueos una gota de sudor o de lágrima del violero se evapora en el recuerdo larense. El Maestro Goyo, tal como acotara el luthier Marco Antonio Peña,  apagó un día las ansias de la innovación y consciente de la importancia del  legado que recibía se convirtió en el maestro que lo preservó. La madera de sus instrumentos ha llegado a ser como el incienso que expuesto al fuego de la música y de la danza se trueca en una fragancia inolvidable que aparte de oírse, se respira, y se puede ver bailando en el golpe agitado de las faldas batientes, y al paso raudo de las veras que truenan al ser percutidas, y así, dentro de esa manera única en que se funden cielo y tierra, agua bendita y cocuy,  alegría y tristeza, sensualidad y devoción, ese demiurgo que un día le dio forma a la madera la ve convertirse en salmo, elevándose al cielo como humo de incienso y llegar frente al trono divino, como una oración…


El que comienza termina,
Yo no quiero terminá,
Calumba, bella,
a la bella, bella, a la bella va. (3)


Referencias:
-Cook, Federico, El Cuatro Venezolano, Cuadernos Lagoven, 1986.
-Trujillo, Andrés y Lozano, Leonardo, Aparición y desarrollo de las posibilidades técnicas y expresivas del
Cuatro Venezolano. Trabajo de grado para optar a la licenciatura en Artes de la Universidad Central de
Venezuela, Caracas, 1994.
-(1) y (2) Versos de “La Batalla” (3) versos de “La Bella”, Tamunangue, folklore.


- Imagen tomada del libro reseñado de Federico Cook.




jueves, 6 de agosto de 2015

Juan Eugenio Simanca, violero naguanaguense.

Juan Eugenio Simanca

15 de mayo de 2015 a las 13:48
   La cultura popular y la tradición se sustentan en aportes de personas que de no ser por la curiosidad de algunos y la consciencia de otros pasarían al olvido fácilmente. ¿Cuántos personajes a la distancia que imponen los años, tal como las siluetas lejanas en una carretera esconden su verdadera esencia? ¿Cuántos de ellos son reales y cuántos son leyenda?


Sabemos de un Quirpa, así como de un Florentino, y del mismo modo nos llegan referencias de personas cuyo nacimiento fue registrado por la historia, y en cuya vida se tejen no pocos relatos que debemos creer con la fe ciega de quien quiere que todo aquello sea cierto. La cultura de una nación se aviva de vez en cuando con algún personaje de cuyo paso por la vida se crearon historias maravillosas. En el caso de Europa, por ejemplo, tenemos noticias de un violero (luthier) llamado Antonio Stradivarius que rompía iracundo un instrumento si este no satisfacía las exigencias suyas. Por otro lado, entre los intérpretes de sus instrumentos nos llegan las voces sobre un enigmático violinista llamado Niccolò Paganini, quien según el decir popular había pactado con el demonio vendiendo su alma a cambio de que éste le diera el virtuosismo inexplicable que acompañaba a sus ejecuciones. De ese mismo modo, en torno a la cultura folklórica y popular venezolana, bajo la hojarasca gruesa de la historia, se pueden encontrar seres fascinantes y valiosos si uno tiene la paciencia de remover las hojas y observar atento.
   En los Estados Aragua, Carabobo y Yaracuy el interés de los historiadores por estas personas fue tal vez desplazado por el auge cultural caraqueño y la atención preferencial que se le dio a la región de los llanos como referencia inmediata de nuestra identidad, pese a que Venezuela, según se ha entendido más tarde, es mucho más amplia culturalmente de lo que el aporte de la región del llano (acervo grande en sí mismo) nos ofrece.
   Juan Eugenio Simanca, constructor de cuatros, guitarras y mandolinas, era uno de esos hombres cuya vida fue un baluarte para nuestra cultura popular y nuestra música. Su propia historia empezaba, producto de su edad, a ser una leyenda para él. En una entrevista que le realicé, él mismo había olvidado en qué año había nacido. Era admirablemente sencillo y celoso de su trabajo. Su manera de hablar correspondía a la de un hombre de pueblo, pero la factura de sus instrumentos era la del hombre ancestral. En sus manos acaudalaba una sabiduría heredada, y sus instrumentos, sobre todo los de concierto, eran dueños de una sonoridad generosa y bella. No sólo era capaz de fabricar cuatros, también le vi hacer buenas guitarras y mandolinas. La zona central de Venezuela tenía en su persona a un violero muy cuidadoso en sus trabajos, cuyos instrumentos alcanzaban un muy alto resultado que abarcaba la belleza en el sonido y los detalles de una refinada taracea, fileteados impecables, y maderas preciosas incrustadas. El ornato de sus instrumentos se caracterizaba por la sobriedad. Estos, por así decirlo, tenían una belleza corintia: Eran funcionales, pero a la vez, elegantes y hermosos.
   Su humilde y digno hogar estaba, como ahora, ubicado en Naguanagua, un pueblo luego constituido en Municipio que la ciudad de Valencia asimiló de la misma manera que Caracas lo hizo con Petare. Simanca se negaba a aceptar aquella asimilación y un día, cuando le entrevistaba para mi trabajo de grado de la Universidad Central de Venezuela de la Licenciatura en Artes, al preguntarle - “¿Usted nació aquí en Valencia?- me respondió, - “No, yo nací aquí en Naguanagua”.
   La primera vez que fui a su casa era yo un niño de ocho años. Fui en la compañía de mi madre con la ilusión de adquirir un cuatro. El Maestro se sentó con nosotros en la sala de su hogar y pienso que notando que el destinatario de su instrumento era un infante, comenzó por mostrar los más económicos. Uno por uno los fue trayendo a mis inexpertas manos y uno por uno los fui probando. Mi maestro de cuatro solista, Abundio López, con quien acababa de iniciarme en el aprendizaje del instrumento, tenía un cuatro de concierto fabricado por Simanca. Aquel no era un instrumento común. Tampoco era común el instrumentista. Juan Simanca y Abundio López constituían un binomio maravilloso.  Para el niño que yo era, el instrumento de mi maestro era una joya muy valiosa y el estuche que lo guardaba era el cofre de un tesoro. Los instrumentos más sencillos que había traído a la sala no satisfacían mi desatinada ambición infantil que se resistía a conformarse con algo inferior a lo que yo había escuchado de aquel cuatro de Abundio López, por lo que el Maestro Simanca, resignado, entró de nuevo a su taller y vino acompañado de un instrumento de concierto cuyo sonido y apariencia me enamoraron. En aquel año 1973 el costo de un cuatro sencillo era de 25 bolívares, en tanto que aquel alcanzaba a 250 bolívares. Simanca sentía, tal vez, algo de resistencia al venderlo. Un niño sin experiencias no era merecedor de aquella joya. Los violeros aplican mucho empeño en su trabajo y para ellos es preferible, lógicamente, ponerlo en buenas manos que venderlo a cualquiera por un costo comercial. Quizás con estas líneas dedicadas a su persona y algo de modesta trayectoria yo pueda compensar un poco el forzado desprendimiento a que aquel día le sometí.
   En mi opinión, fue el mejor violero con que contó la zona central venezolana en aquellos días y es merecedor sin duda de un sitial especial en la violería venezolana. Sus trabajos se elevaban a una altura considerable tomando en cuenta la factura promedio de los instrumentos comunes.
   En el pecho de un buen constructor se esconde el anhelo de un Gepetto, darle a la madera cualidades humanas. Juan Eugenio Simanca sabía cómo hacerlo. Su empeño en cada pedazo de madera, hacía de sus instrumentos mucho más que la  reunión y suma de sus partes. Aquellos  podían hablar, sentir, gemir, cantar y encantar, como lo hace un ser humano. Tuve la dicha de tocar sus cuatros y captarles como unos seres vivientes engendrados por la sabiduría y el amor de aquel hombre.
Como buen maestro, Simanca veneraba al maestro suyo. Fue discípulo de Pedro Vicente Lanz. Al referirse a él apartaba  el amor propio. En sus palabras había una reverencia generosa que invariablemente le enaltecía. Era como escuchar a un niño hablando orgulloso de la imagen inalcanzable de su padre. No había asomo de mezquindad en sus relatos. Se expresaba de él con generosidad y desprendimiento, tanto que al recordarle, yo debo tener presente que el propio Simanca fue un maestro también, y que su presencia ofreció un aporte que permitió el crecimiento del instrumento en Carabobo y en general, en Venezuela. Acerca del Maestro Lanz y el modo de Simanca trabajar, Socorro de Simanca, su esposa, comenta: “Él le enseñaba el oficio desde la ventana con mucho celo.  Mi esposo hacía, con sus manos y con pocas máquinas, cuatros por encargo, mandolinas y guitarras. Luego, cuando ya sabía bastante  montó su propio taller, hace casi  40 años.  Afinaba (la ubicación de los trastes) a punta de oído”. Según la señora Simanca Pedro Vicente Lanz había aprendido el oficio de violero en España.
   Por mucho tiempo los instrumentos de Simanca fueron el sostén de numerosos músicos de la región central, cultores folklóricos, populares y concertistas. Posteriormente,  ese matrimonio entre el arte y la ciencia que ocurre en la violería logró instrumentos más sofisticados,  pero estos no hubieran sido posibles de no haber una tradición de violería popular que permitiera abrir el surco de una manera a la venezolana de hacer los instrumentos, nacidos para  nuestros músicos en los ámbitos folklórico, popular, y en el ámbito académico en donde el cuatro comenzó a incursionar a finales del siglo XX.
   Por muchos años uno de los cuatros de Simanca estuvo en mi poder, pero un día una querida Maestra austríaca de la guitarra, Brigitte Zaczek, quien fuera Profesora de Guitarra en la Universidad de Música de Viena, especialista en música antigua quien a su vez fue discípula de Andrés Segovia y Alirio Díaz, me hizo una petición. Amante ella, como era, de la música venezolana y dueña de una valiosa colección que incluía instrumentos antiguos como tiorbas, vihuelas, guitarras románticas de la primera mitad del siglo XIX cuyos autores habían hecho instrumentos a guitarristas célebres de la talla de Johann Kaspar Mertz y Napoleón Coste, y también de otros instrumentos más recientes igualmente valiosos,  como una guitarra moderna de José Ramírez que le fuera obsequiada por Andrés Segovia, quería ella, también, sumar a su colección un cuatro venezolano. Supe entonces que la hora de ser desprendido me había llegado a mí.  Le pedí que aceptara mi cuatro hecho por Simanca, explicándole que se trataba de un madero muy querido, pero que ese instrumento y la memoria de mi amigo debían estar al lado de los instrumentos suyos y no en mi propia casa. Así pues, me despedí de sus maderas de palo santo, cedro y pino a sabiendas de que la Maestra Zaczek sabría darle su justo valor y que su nombre sería enaltecido junto al de grandes maestros de Europa.
   Simanca no sólo se destacó como constructor de instrumentos musicales. Fue, también, un abnegado esposo y un ejemplar padre de familia quien, además, supo llevar su legado a manos de su hijo, Aníbal, quien hoy día continúa la labor que años antes mantuvieron ocupadas las manos de su progenitor.
   Su figura y mis recuerdos de su persona empiezan a perder en mí mismo  la nitidez de quien ve, pero van cobrando la riqueza de quien reconstruye imaginando, rememorando entre vagos recuerdos. Mi viejo amigo violero se va convirtiendo, pues, en una leyenda dentro de la memoria mía y he querido escribir esta apología de él mientras Dios mantiene mis fueros y mi vida.
   Para cerrar estas líneas, quiero expresar mi gratitud sincera a la Fundación “Empresas Polar” por la oportunidad de hacerlas, y porque con su aporte generoso también se hace historia, esa historia venezolana que es nuestra herencia, y que nos enriquece y enorgullece a todos.


Leonardo Lozano Escalante.

*Foto cortesía de su hijo, Aníbal Simanca, quien sigue los pasos de su padre por los caminos de la violería.

domingo, 2 de agosto de 2015

A Gonzalo Abundio López (Abundio), mi Maestro de cuatro y guitarra en la niñez.


14 de abril de 2014 a las 10:54
   Algún día, siendo niño, debo haberte preguntado cuándo era tu cumpleaños. No recuerdo haberlo hecho, pero lo hice, seguramente, porque hoy, siendo un hombre ya, amanecí con tu imagen en mi memoria, haciéndome yo mismo esta pregunta: ¿Hoy es 14 de abril? Si es así, hoy se conmemora el cumpleaños de Abundio, mi maestro de cuatro y guitarra de la infancia. Fui de prisa a mi agenda y tras corroborar la fecha y constatar que este hubiese sido tu cumpleaños he venido a escribir esta nota.
   No puedo escribirla sin lagrimear, y al hacerlo la infancia se apodera de mí. Es bueno haber podido aprender un poco de tu arte porque al tocar mi música tú estás presente, y al tú estar presente yo soy un niño de nuevo. Así tu amistad me garantiza la infancia por lo menos hasta que mis dedos puedan sonar el par de maderos que me enseñaste a hacer cantar.
   A los cuatro o cinco años mi alma sabía rogar a Dios sin que yo me enterara. Dios lo sabía. Yo quería aprender a tocar el cuatro (la guitarra que había en casa aún le quedaba muy grande a mis pequeños dedos) y en el cuatrico de jugar que mis padres me habían regalado tan solo había aprendido que tocar esos instrumentos no era tan fácil como parecía. Me acercaba a ellos y era frustrante no poder sacar los siete u ocho acordes que cualquier imberbe obtiene de un cuatro. Yo quería que el cuatro hablara y en mis manos no hacía sino balbucear. Lo intentaba un rato y volvía a resignarme. Dios debió estarme observando sin que yo lo notara, porque tiempo más tarde llegaste tú.
   Yo me había interesado en el cuatro sin haber escuchado nunca a un gran solista. Lo que mis hermanas mayores y mi hermano mayor sabían hacer fue suficiente para sentir el deseo de aprenderlo.
   Supe de ti a traves de Rafael, un amigo, mi vecino. Con los ojos destellantes de admiración me hablaba de su profesor de cuatro con la elocuencia que le basta a un niño, y yo, que sabía entender sus ojos y estaba tan frustrado de tan solo arrancar gemidos inútiles a ese instrumento le pregunté a mi amigo qué día ibas a su casa para conocerte.
   En la tarde en que te conocí tuve la primera muestra de determinación que recuerde de mí mismo.      Estuve cazando tu hora de salida. Debías estar por terminar la clase de mi amigo cuando empiné mis pies para llegar al timbre de la casa. Faltaba un poco aún para terminar la clase. Más pudieron mis ansias de conocerte. Una voz de señora adulta (la que hacía labores en aquella casa) me respondió que mi amigo estaba ocupado y mi voz de infante le replicó que yo había ido esa vez por ti, no por mi amigo. Debí ser muy convincente pues pese a que estabas dando clases me invitaron a pasar. Al ir a verte al fondo de la casa, a un lado del patio, pues eras poco amigo de los espacios cerrados y del calor excesivo, ya tu cuatro estaba guardado en su estuche. Mi amigo supo entender mi anhelo y te pidió que sacaras de nuevo aquel instrumento que él sabía me habría de dejar maravillado. Quizás no habías tomado tu almuerzo por dar clases, pero tú mismo habias amado la música desde niño y sabías lo que significaba estar necesitado de unas notas musicales. Nunca te gustó el alarde, eras un mar de sencillo. Pero debiste saberte dueño de un don especial y a pesar de que ya el trabajo que te habían pagado estaba bien hecho y el apetito, tal vez, te demandaba ir a comer, resucitaste a tu cuatro del aquel estuche que cerrado, para mis ojos de niño, lucía como un féretro. Recuerdo el aspecto de aquel instrumento. Su brillo no era como el los cuatros comunes. Era un instrumento especial. Las maderas del costado tenían unos filetes delicados y finos, y una cinta central de una madera más clara se extendía bordeando la caja. Aquella madera ante mis ojos era la madera de una varita mágica y yo presentía el milagro de un niño frente a un Merlín. Con la humildad que siempre fue tu rúbrica y que siempre trato torpemente de imitar te sentaste nuevamente y con tu cuatro, a punta de sonidos maravillosos, me regalaste un recuerdo que cada vez suena mejor en el salón de clases que hay en mi corazón, allí donde siempre tocas. Yo no podía creer lo que escuchaba, eran las mismas cuerdas de siempre, las mismas cuatro, pero multiplicadas por tu genio y tu bondad, y por la bondad de Dios que sin un ruego mio quiso complacer mi sed de músico, ese músico que germinaba ante el milagro de escucharte. Yo te pedí que tocaras tu cuatro y tu sonaste una orquesta. Allí estaba la melodía, allí estaba la armonía, allí una orquesta en la plaza, allí tu vida, allí mi asombro, todo junto, justo como ahora que lo recuerdo. Terminaste de tocar. Tú volviste a tu normalidad, estabas acostumbrado a escuchar esa maravilla a diario, pero yo no salía de mi asombro, yo por primera vez acudía a un milagro  de ese tipo. El cielo que se esconde en la caja de un cuatro había amanecido y el sol de tu música y sus rayos traspasaron mis lágrimas de asombro para regalarme un arcoiris. Así de bueno había sido Dios al llevarme a tu lado. Unos minutos más tarde, por petición mía y haciendo alarde de una generosidad y complacencia difíciles de imitar, tras cruzar la calle, estabas tocando para mis padres. Yo sabía que al escucharte no tendrían objeciones para regalarme unas clases de cuatro contigo, no podían sino quedar encantados igual que yo. Mi mamá, que hasta entonces me había persuadido de estudiar un instrumento más delicado con el argumento de que el cuatro a ella le sonaba como una lata cuando a esta le caían gotas de agua (así suenan en verdad los instrumentos cuando no están bien afinados), al escucharte se despojó de su idea del instrumento y supo, como yo, que el cuatro era una maravilla ignota. Esa misma semana ya te estaba esperando en casa para recibir mi primera clase.
   Era de tarde, yo había llegado del colegio. Me senté en el recibo de mi hogar frente a los grandes ventanales que daban a la calle aguardando tu llegada. Nunca había estado tan ansioso por recibir una clase y ya tenía unos tres años de asistir diariamente al colegio. Todavía no me había adaptado a la multitud de niños vestidos iguales del jardín de infancia, de braga verde y camisa blanca. Mi madre solamente me acompañó hasta allá el primer día, y al avisárseme al día siguiente que debía levantarme para ir al colegio les respondí a mis padres: ¡Pero, ya yo fui ayer! No me había percatado de que había iniciado una interminable lucha contra mi cómoda ignorancia. Mis juguetes preferidos y el piano donde retozaban mis dedos se quedaban en casa y yo iba solo a ese sitio en el que trataron infructuosamente de enseñarme a tener buena letra. Pero tú venías a mi casa. Tú eras como un Simón Rodriguez que encarnado en músico asistía a la casa mía y a la de tantos otros. Poco tiempo te tomó decirme que querías darme clases en el patio de la casa, allí mismo donde yo jugaba metras y seguía por horas a las hormigas. No sé si aquella petición tuya era hija de la claustrofobia o la presión arterial alta (la misma que te apagó la vida terrenal y te llevó al cielo), pero me enseñaste a tocar bajo la sombra de un frondoso árbol de mango y tres árboles de mamón. El patio de mi casa era grande. A un lado, en la esquina, una mata de cocos, al fondo a la derecha un árbol de pesgua. Naturaleza por doquier, y debajo del  mango estaba ese árbol generoso de música que fuiste tú. Allí no parecía haber lugar para uniformes. Cada matica tenía sus propias flores, cada ave con su característico plumaje y canto: Paraulatas, canarios tejeros, torditos, cucaracheros, azulejos, turpiales y cristofués, eran en casa mis otros compañeros de clase. Cada semana mi espera no fue distinta, me sobraban motivos. Mi afán de aprender también te había conmovido. Puntual como eras llegabas en un Pontiac rojo, viejo, que a mis ojos lucía más bien como un tanque de guerra. Escuchar aquel motor acelerarse como solías hacerlo era para mí como el preludio de los mejores momentos que le da la vida a un aprendiz.
   Tu fuerza de pedagogo supo correr la pesada y densa cortina de mis frustraciones. A tu lado y con el tiempo, hasta la grande guitarra que no alcanzaban mis dedos se hizo familiar y complaciente. A tu ordenanza un ejército de acordes fueron develándome su rostro. El laberinto de la armonía tras tus consejos pacientes se hizo translúcido, así como el cielo verde vegetal del mi patio. Recuerdo que cuando era época de mangos el sonido que a mí me aterraba a ti te llenaba de alegría. El anuncio de aquellos frutos abriéndose paso por el ramaje a mí me mantenía alerta, pues a pesar de lo mucho que me ha gustado siempre su sabor, no quería ser impactado por un mango en la cabeza, o en mi cuatro. La fruta anunciaba su "fuera abajo" entre la fronda tupida y mientras tu rostro se iluminaba adivinando el dulzor acidito que se precipitaba, yo hacía mis rápidas estimaciones a través del sonido de si la trayectoria de aquella fruta terminaba sobre mi humanidad o lejos de ella.
   De tu mano aprendieron mis dedos a caminar, a correr y a volar sobre los mástiles del cuatro y la guitarra. Contigo aprendí a acompañar, a conocer el nombre de los sonidos, el "sabor" de los acordes, a no sucumbir al impulso de tocar muy rápido, me enseñaste los rasgueos, los punteos, enseñaste a hablar a mis manos a través de la nueva garganta de madera, y como no querías una réplica de ti mismo me enseñaste a ser un arreglista, a hacer yo mismo mi música. No te importó que fuera rudimental, a ti te bastaba con que fuera mía. En la vida Dios tenía dispuestos otros Maestros que fueron para mí fundamentales, pero Dios confió a ti al niño que nada sabía. A ti, que no fuiste a conservatorios, ni a universidades, que, tal vez, te sentías incómodo y analfabeta frente al pentagrama pero que tenías el don inenarrable de hacer del cuatro un madero milagroso, porque eso eras tú como músico, un prodigio y un milagro. Tus clases lograron que yo no sucumbiera al desaliento ante mi torpeza con otros maderos. Mi ineptitud con el bate de beisbol, por ejemplo, que con caro estoicismo y una amistad de oro soportaron mis amigos de la infancia, me hubiera sido insoportable de no haber tú rescatado mi autoestima con las maderas del cuatro y la guitarra. Esos mismos amigos que aguantaron mi malas dotes de entusiasta beisbolista no tardaron en darme sus palmadas de ánimo cuando ese algo de talento que Dios puso en mí logró dar, por tu empeño, sus frutos. Luego, la vida les compensaría a ellos su paciencia con un bisoño guitarrista en las serenatas, uno de los pocos que con catorce años podía tocar en rudimentos (en aquella Valencia de entonces) los hermosos valses de Antonio Lauro, que aprendí a tu lado.
   Yo mismo pasé por un conservatorio aunque tú no lo hubieras hecho. Algo de mí sentía que era desleal a la amistad tuya. Estaba traspasando una frontera que tú mismo no habías cruzado. Y así como tuve que entrar al colegio sin la compañía de mis padres, así entré al conservatorio de música sin la compañía tuya, y así lo hice también en la universidad donde estudié artes. No tuve que separarme espiritualmente de mis padres para ir a mi colegio,  tampoco me separé de ti para seguir el camino de mi aprendizaje.
   Hoy, al percatarme de que es tu aniversario, acudo de nuevo al recuerdo de ese patio lleno de árboles frutales. Hoy ha vuelto a mí aquel verdor donde el más dulce fruto proviene del corazón tuyo. Mi materia de niño músico tenía hambre de arte y mis manos no alcanzaban los frutos, pero tú eras más alto y siempre lo serás, porque delante de ti siempre seré un niño con deseos de aprender. Tú los alcanzabas y me los diste a comer, tú fuiste aquel cocal en que, en la infancia, bebí el sorbo del agua dulce de la música y hoy no puedo menos que festejarte. El concertista que encaminaste, hoy se para delante de tu recuerdo para aplaudirte entre lágrimas, y darte gracias.
   Le ruego a Dios poder ser un poco de lo que tú fuiste de modo que a la hora de sacar a mis instrumentos de su estuche protector recuerde ese gesto tuyo, inolvidable, de sacar la Lira de un Orpheo ante un niño que nada sabía de música más allá de la ignoracia de quien espera un milagro, bajo la Luz de un Dios misericordioso y un madero en manos de un genio, de un hombre generoso que nunca olvidaré. Dios te bendiga donde quiera que estés, Maestro amado.

   Nota complementaria: Aquel cuatro de Abundio López que menciono en mis líneas era un cuatro de concierto fabricado por Juan E. Simancas, para la época el mejor violero de la región central, quien fuera también el constructor de mi primer cuatro. Juan Simancas fue discípulo de un baluarte de la violería venezolana llamado Pedro Vicente Lanz.

                                                                 Leonardo Lozano.

domingo, 5 de febrero de 2012

Entrevista a Leonardo Lozano, por Ignacio Alen (edición completa):

¿De dónde surge tu pasión por la música? De su jolgorio. La música es un arte conmovedor y elocuente, de una capacidad expresiva a la que mi alma no puede ni quiere ser indiferente. Dios mandó esa ola de sonidos y a mí me arrastró. De las artes es la más etérea, hasta el incienso deja cenizas, pero la música sólo te deja huellas en el alma, de allí que su fortaleza sea tan admirable: No tiene manos, pero te levanta; es invisible, pero te invade con luces y colores; hace que cinco segundos parezcan una eternidad y que la eternidad sea palpable, yo no me iba a resistir a esa maravilla. En su lenguaje hay lugar para la amplitud del sentimiento humano, con ella ríes, lloras, truenas, te quedas estupefacto, te retuerces, te impresionas. Es como un ángel: Invisible, servicial. Yo creo que la música surge cuando Dios le canta a sus hijos como mi madre me cantaba a mí. Yo creo que de allí debe surgir mi pasión por ella.

¿Te consideras un músico de formación o de nacimiento? En donde no hay estudio y perseverancia la genética no opera con eficacia. Esto, desde luego, no niega la genética. Yo creo en el talento como don divino, como semilla. Pero de la semilla al árbol hay una distancia que trazan la dedicación, la constancia, la perseverancia, la esperanza y la paciencia. La semilla promete un árbol, pero éste no da frutos hasta que esa promesa se cumple a punta de un trabajo fragoso. El talento promete música pero de allí a que ésta suene debe haber mucho esfuerzo. Las gotas del sudor humano fertilizan la tierra donde nace el estro. La Musa y la flojera no congenian en la misma casa.

¿De qué modo la música ha moldeado tu personalidad? El ejercicio musical en lo amplio de su espectro exige al hombre crecer, en cierta forma. Revisemos primero la labor del intérprete: Exige ser comprensivo a la emotividad de un tercero (el compositor) y asumir sus emociones, entenderlas y lanzarlas como propias, captar sus ideas más brillantes y emitirlas con gracia. Por otra parte, debe ser confiado de sí mismo, tomar el timón de sus emociones y salir airoso delante de una multitud. Para el intérprete la música como tal es un discurso que él escoge decir, y el entender ese discurso, el vivirlo, te deja un aporte, te "moldea", para usar tus propias palabras. Cada idea que pasa por tu mente va cambiando la faz de tu manera de sentir y pensar, como la onda de una ola que difumina el perfil de la playa, y esas ideas te van esculpiendo, modelando, de una manera imperceptible pero efectiva. 
Por otra parte tenemos lo que aporta al ser humano la composición musical. El componer, por su parte, requiere reflexión, visión, espontaneidad, imaginación, creatividad. Cada vez que un ser humano se esfuerza en atisbar a estas potencias se le mueve el basamento. 
La música me ha estimulado a querer expresar las ideas con mesura, evitando los excesos, en su justo tono, volumen y momento, con las herramientas apropiadas. A través de ella he aprendido un poco a escoger y decantar las ideas, me ha motivado a inclinarme por las cosas buenas, por la belleza. Con sus vibraciones seduzco a mi esposa y alegro a mis hijos. Ha sido responsable de una gratitud que guardo a mi Dios en el fondo de mi alma, y sujeto a las lianas invisibles de este arte trepo hacia Él. De ella recibí el tratar de ser delicado pero fuerte, de ella guardo los arrorrós eternos de mi madre, el canto de mi padre cuando ayudaba en los oficios de la casa, y debo añadir que mi raigambre de venezolano suena desde su hálito. 

Por último queda mencionar la labor de enseñar a otro músico, el oficio de maestro. Quien ama que otro aprenda aprende en consecuencia el servicio y la comprensión. Aprendes a encender el fuego y a cuidar que no se apague. En fin, esto debería ocurrir en un buen profesor, pero no estoy seguro de que ocurra en mi caso. Enseñar música es la más intrincada experiencia que haya yo emprendido, es de mis trabajos el que me exige mayor esfuerzo y tiempo, y el que menos se conoce. Así debe ser. Bueno, y ya para salir de mis digresiones, remataré diciendo que la música me ha vuelto más alegre y expresivo, y un poco menos bruto.

¿De qué manera influyó el movimiento renacentista en la conformación de la identidad musical venezolana? El primer contacto de nuestra tierra con el continente europeo ocurrió durante el Renacimiento, esto debe dar pauta para empezar a responder tu pregunta. Pienso que los mismos viajes de Colón responden a una inquietud muy renacentista. El Renacimiento, que buscaba establecer la ciencia, retomando lo platónico, no se conformaba con suponer. Había que elevar a irrefutables las ideas de Aristarco de Samos, quien aseguraba la redondez del planeta desde los tiempos de Aristóteles. En Da Vinci tenemos a un Maestro que no se conforma con representar la anatomía superficial, sino que abre el abdomen de un cadáver y hurga en sus entrañas para ver cómo y de qué se compone. En fin, es muy probable que Colón, de haber obedecido las órdenes que recibiera del Rey de España en 1497, en el periplo que le trajera a la tierra venezolana (1498) portara instrumentos musicales. Yo pienso que lo más probable es que introdujeran guitarras, laudes y vihuelas, por ser éstos muy extendidos en su uso y fáciles de transportar. Ese cuatro nuestro, tan venezolano, es hijo de una guitarra de cuatro órdenes de cuerdas que se usaba en el Renacimiento y que trajeron a nuestra tierra españoles y luego transformaron quizás, con su influjo, los portugueses, pues el cuatro presenta también indicios morfológicos que lo emparentan al cavaquinho. 
El arte de acompañar armónicamente las melodías que utiliza a diario nuestro folklore se pulió en la época renacentista, y los rasgueos que infunden vitalidad y sensualidad a las distintas danzas venezolanas se venían cultivando desde entonces.
Valiéndonos de un sentido más amplio podemos afirmar que la humanidad entera está en deuda con este período.

¿Qué tan renacentista es el cuatro? Es renacentista en su ascendencia. En sus cuerdas al aire, por ejemplo, parece anunciarse la preferencia hacia los modos jónico y eólico, es decir, los modos mayor y menor, que caracterizaron las producciones posteriores a este período del arte. Vemos, también, aparecer en su cordaje al intervalo de tercera mayor que marcaría su presencia en la música del renacimiento con un efecto satinador al lado de los intervalos justos. Pero el cuatro, más que ser renacentista, es venezolano. Es un venezolano con una larga historia fragante de Orinoco y Caroní. El cuatro es un madero que en la amplitud de la memoria suya recuerda con gratitud los cantos de sus abuelos, y por ese agradecimiento y esa amplitud en la mirada retrospectiva el Renacimiento es tan suyo como nuestro (no hay que olvidar que América y los americanos le aportaron un mundo al pensamiento renacentista desde las mismas crónicas del deslumbrado Almirante Cristóbal Colón), forma parte de nuestra genuina memoria ancestral. Ese "Cambur Pintón" es una "fruta" que le debe mucho al Renacimiento y también al Barroco. Pero no puede uno olvidar que ese Renacimiento, sin nuestra América, queda incompleto.

A través de los estudios que has realizado sobre el Renacimiento, ¿Qué características de ese movimiento consideras que se reflejan en tu trabajo actual? Pienso que el gusto por la textura contrapuntística y polifónica de mano con los rasgueos. La búsqueda de apoyar la técnica musical en una base científica, metódica, analítica, pero a su vez llena de gracia, es propio de una mentalidad de aquella época y forma parte de mis aspiraciones e inspiraciones. El tratar de tener del arte una visión global que trascienda los linderos de la música para abrazar las otras artes y aprender de ellas sus evidencias - las cuales a veces en el arte musical permanecen escamoteadas - forma parte de una inquietud que yo no dudaría en señalar como hija del Renacimiento. En líneas generales puede uno constatar que lo que llamamos el "comportamiento de uno mismo" es eco de un pasado distante, en gran manera. Nuestra forma de entender la vida, de vivirla, las horas en que solemos comer, aquello de que nos alimentamos, el modo como nos vestimos y nuestras costumbres, son ancestrales, las hemos aprendido y las asimilamos como parte nuestra, pero en realidad vienen operando, muchas veces, desde tiempos inmemoriales. Mucho de aquella época debe cobrar vigencia en mi trabajo, algunas veces conscientemente e inadvertidamente otras.


1. El Renacimiento significó para la historia del mundo occidental... Redescubrir la grandeza del aporte griego, el crecimiento y el estallido de la curiosidad multiforme, la sintonía entre la ciencia y el arte, la expansión de nuevas formas de aplicar el cristianismo, la apertura de nuevos horizontes y el deslumbramiento que significó constatar la aparición de una utopía: América. 

2. Ser renacentista en el siglo XXI tiene que ver con... Anacronismo. Si se vive en el siglo XXI no se puede ser renacentista. Uno puede inspirarse en el Renacimiento, amarlo, admirarlo, aprenderlo, conocerlo, tener un concepto de él, interpretarlo e incluso, transportarse a él a través de las artes bebiendo el sorbo de aquellos lenguajes que trascienden al tiempo, pero no, ser renacentista. El carácter irrepetible de cada instante muda una época en otra y cada generación vive, ríe y llora su lugar y su tiempo.


"Leonardo Lozano dedica el contenido de esta entrevista a la memoria de sus padres, el Dr. Luis Lozano Gómez (Apurito 1912 - Valencia 2007) y a Sra. Ana Lucía Escalante de Lozano (Tácata 1923 - Valencia 2008)".

viernes, 20 de enero de 2012

Palabras de apertura para una exposición de CZanellid´Lozano



Bienvenidos todos a la inauguración de la Exposición “Imágenes ancestrales, ecos y evocaciones” de Carolina Zanelli de Lozano. Primeramente queremos expresar nuestra gratitud a Dios y a los integrantes del Colectivo Proarte por el trato cálido, la organización impecable y finalmente por la gentileza que han tenido en dispensar toda su atención en este evento, gentileza con la que todos somos deudores.
La apertura de una muestra plástica supone un acontecimiento especial, y para esta ocasión, mi esposa me ha designado curador de su obra. Para quienes no están familiarizados con esta palabra, el término “curador” resulta útil en el mundo artístico para nombrar al encargado de cuidar la obra, pero no en el sentido del daño físico, únicamente, sino en el sentido de lo valorativo, es decir, cuidar que esas imágenes sean recibidas bajo una consciencia despierta capaz de regocijarse en aquello que se le ofrece. Es curioso que esta tarea de curar una obra plástica haya sido designada a un músico. Pareciera ideal a tal efecto abandonar este trabajo sobre una persona más comprometida con el mundo de la pintura que sobre un músico. De modo que he aceptado realizar esta labor introductoria bajo el reconocimiento de mis limitaciones. He querido complacer a mi esposa, no por tener yo amplios conocimientos en las artes plásticas, en lo cual me aventajan muchas personas de mi entorno, tampoco por estar yo inmerso en ese mundo de líneas, colores, formas y texturas, esto está realmente fuera de mi alcance profesional y de mis pretensiones. He aceptado esta humilde tarea bajo la creencia de que Dios me ha ido enseñando a apreciar, admirar y  valorar el arte que sale de las manos de mi esposa.
Una obra plástica debe su valor a diversos aspectos inherentes a su proceso creativo. En primer término ella se debe a su tiempo y lugar, y desde estos dos aspectos las obras de arte cobran estima desde su pertinencia. La palabra, por ejemplo, multiplica su importancia por el momento crucial en que se dice. Del mismo modo, la pintura, como expresión del espíritu humano, también participa de este principio cualitativo de la pertinencia.
A ello se le añaden el virtuosismo del artista, no sólo en el dominio de la técnica, sino en la singularidad de su sensibilidad, en su capacidad de encontrar el camino propicio para la expresión de sus ideas, y por último, el virtuosismo de la idea misma.
Son, pues, mis palabras, un exordio a las obras de mi esposa, una mujer sencilla, poseedora de una poética conmovedora y de una manera particular de ver, enfocar y expresar. Sus cuadros son vibrantes, llenos de vida, delicados y sublimes. Carolina conjuga desde un lenguaje preciosista presente y pasado, historia y fábula, espíritu y materia. La pertinencia, pues, de sus obras se consolida en el común sentir de la experiencia humana de añorar, de cantar, pero en su caso, como un pájaro que en lugar de trinos le arranca colores a su garganta. Desde la realidad de sus creaciones he logrado aprender un poco de su semántica, de sus códigos, de su modo personal de desarrollar el discurso. Vale preguntarse más allá de lo que pinta por qué lo ha pintado. Esos lienzos suelen ser el vestido de ideas suyas que merecen especial atención. Los árboles, por ejemplo, son utilizados en sus lienzos como un elemento reiterativo, recurrente y sustantivo. Un árbol salido de sus manos, un árbol pronunciado por sus pinceles, cobra giros singulares y misteriosos que logran envolvernos si llegásemos a estar abiertos a la propia estupefacción. En su discurso “árbol” va más allá de su naturaleza vegetal, parece expresar aquello que da frutos, así, pues, en sus lienzos hay una metáfora tácita que vincula al árbol y a lo humano. Cuando ella pinta, sus oleos se transfiguran en savia y ese pesado líquido expresa cosas y sentimientos inefables: En una de sus obras, por ejemplo, vemos a un árbol que llora el agua que los habitantes de la tierra beben, lágrimas transmutadas en agua bendita. En otra de sus pinturas observamos un árbol cuyas ramas de desvirtuada madera se truecan en tres lúgubres fusiles que usurpan el follaje de las ramas, sobre las que un concierto de eternos amarillos representan en unos canarios al espíritu libérrimo de cuarenta músicos que murieran asesinados en manos de Boves, quien borrara su vidas de la faz de la tierra, pero no de la memoria de la patria. Otro lienzo muestra un rosal habitable, inmerso en unos medanales, bañados por un sol estival y que parece evocar la soledad humana, aquella de la que Rainer María Rilke se afincaba para conocerse a sí mismo, ese espacio desierto del ser humano desde donde, sin embargo, el Ser se las arregla para echar sus flores. En otra obra, un cují engalana a la tierra que por tanto tiempo le negara el agua y que en lugar de flores le brotan faroles. En fin, en su discurso pictórico-poético una obra lleva a la otra, y todas deben entenderse en el conjunto, teniendo en cuenta la reticencia, que como en el lenguaje musical cuenta tanto el silencio como el sonido, y se requiere reparar no sólo en lo que se ha dicho sino en lo que se ha dejado de decir. Podríamos hablar de cada obra en particular, pero nuestro deseo es que cada quien entable con estos lienzos su propia conversación. Ellos están en la capacidad de explicarse a sí mismos. Tan sólo es necesario que, en silencio, sigamos los consejos de Amado Nervo, el ilustre poeta del modernismo mexicano, quien propiciando una manera más profunda de abordar la vida y de conocer a la creación y hasta al Creador, decía en uno de sus poemas:

                                    Deja que los seres y las cosas hablen;
                                    Si sabes mirarlos y escucharlos bien,
                                    Tornaránse lentamente cristalinos,
                                    Hasta deslumbrarte con su limpidez.

                                    Deja que los seres y las cosas hablen;
                                    Si sabes mirarlos y escucharlos bien,
                                    Te dirán los cínifes por qué te desangran,
                                    Te dirá la abeja por qué acendra miel,
                                    Te dirá la rosa por qué te perfuma,
                                    Te dirá el cometa cuál, de sus remotas
                                    Peregrinaciones, el misterio es.

                                    Deja que los seres y las cosas hablen;
                                    Deja que se muestren en su desnudez.
                                    Más o menos tarde, si los miras mucho,
                                    Leerás en los ojos de toda mujer;
                                    Hasta el más astuto de tus enemigos
                                    Dejará que asome su alma a flor de piel;
                                    Y la propia esfinge, si arrostras impávido,
                                    Si contemplas firme su glacial mudez,
                                    Venderá su enigma…
                                                                          Ni los dioses vencen
                                    La perseverancia de un tenaz ¡por qué!

No puedo yo, sin embargo, hablar de los mensajes de esas obras sin temor a cometer equivocaciones, tengo presente que soy músico y no pintor, y que mi alma, aunque se esfuerza en descifrar el lenguaje plástico suyo, se ha tenido que conformar con las nociones elementales de los colores y de las formas. Justifico, pues, mis palabras como quien ha tratado de aprender el azul del mar, como quien se ha esforzado en escuchar el mensaje de una montaña que habla lentamente conjugando el verde en tiempo pretérito, como quien se esmera en oír al pétalo que adjetiva al sujeto con fragante aroma. No puedo yo abrir esta exposición sino desde mi orgullo de esposo, de quien ha visto a su mujer pintando cada una de esas obras, como testigo impresionado quien ha visto llenarse un espacio con mensajes conmovedores. Me planto, pues, en este suelo como compañero suyo, sonando la música bajo cuyos compases y sones bailan sus pinceles, porque las maderas de su caballete, de sus bastidores y de sus pinceles son hijas del mismo árbol que le diera vida a mi cuatro y a mi guitarra.

¡Gracias a todos por su presencia!

Leonardo Lozano Escalante.


jueves, 19 de enero de 2012

Cuerdas de Fábula

En la Grecia antigua la mitología narraba el nacimiento de los instrumentos de cuerda pulsada con una riqueza singular: Hermes, el dios Mercurio, mensajero del Olimpo de las sandalias aladas, sobrevolaba el Nilo, a cuyas márgenes cuando el río se salía de madre dejaba animales muertos. El divino mensajero, percatado de una tortuga que yacía inerte sobre la arena aterrizó en la playa, y con prudente curiosidad tomó la seca caparazón entre sus manos, a la cual le sobresalían cuatro “niervos”- de acuerdo a la narración de Fray Juan Bermudo, insigne organólogo de la época renacentista- y tañó dichos “niervos”, después de lo cual se dio cuenta de que aquellos sonados al aire hacían música.
Hermes, reconociendo sus limitaciones en el arte musical e interesado en aquel objeto, dispuso entregar a Orfeo el curioso hallazgo, quien basado en unos conocimientos más profundos, “perfeccionó” al instrumento que Hermes depositaba en sus manos, es decir, según acotaba el maestro Fredy Reyna, le añadió el mástil y los trastes.
Las cuatro cuerdas representaban al universo sintetizado. Ellas, por un lado, constituían una alusión a los cuatro elementos fundamentales de la creación, a saber: Agua, tierra, viento y fuego. Pero desde otra perspectiva, simbolizaban a los cuatro puntos cardinales, lo que pareciera ser un vaticinio de la universalidad que más tarde vendría a cobrar la familia de los cordófonos de pulsación digital, o bien, para ser más exactos, la familia de las guitarras que hoy nos ocupa.
Al margen del idioma o dialecto que domine a nuestras divisiones geopolíticas, en todo nuestro continente “se habla guitarra”. Ella ha sido portavoz de los inenarrables sinos de nuestros ancestros, de sus alegrías, de sus penas, de sus andanzas épicas, de sus amoríos, de sus jornadas y sus descansos.
Pequeña cuna de lo indecible, pero a la vez expresable, la guitarra, garganta multisecular, sonora caja de maderas y cuerdas, recogió el germen de una historia abstracta, expresada en sonidos que tocan lo ancestral del ser humano, que tejen el hilo de lo que hemos sido, y que despiertan en nosotros al hombre milenario, a la consciencia que orienta a las naciones, y que procura una estela genuina, hija de lo que hemos sido e inspiración de lo que hemos de ser.


Leonardo Lozano.